A Manuel de Pedrolo
“Es muy sencillo: dejad de darle más sentido”. El mensaje empezó a circular por las redes y las calles hasta hacerse viral, aprovechando él mismo los medios habituales de propagación del sentido, las redes llamadas “sociales” y las calles por las que se habían transmitido tantos otros bulos y medias verdades, tantas otras consignas y denuncias, tantas otras convocatorias e imperativos. No iba firmado, aunque sí cuidadosamente marcado por unas comillas, como si fuera la cita de un aforismo conocido o también, quizás, el fragmento de una simple conversación cotidiana en un bar. Y debidamente escandido con los dos puntos que reduplicaban el sujeto de enunciación, un decir que se afianzaba de manera tan contundente como anónima. “Es muy sencillo: dejad de darle más sentido”. Como surgido de la nada, el mensaje pululaba ahora por todas partes multiplicado en papeles y pantallas, en redondas y en itálicas, en negritas y en versales.
No decía a qué, a qué no había que darle más sentido, si a la vida o a la muerte, si a las palabras de amor o a las quejas del vecino, si a aquella oscura pesadilla de la noche anterior o a la luminosa frase leída antes de irse a dormir, si a las noticias de los periódicos o a los discursos políticos televisados que esos días, es cierto, se habían hecho tan insensatos. De modo que a algunos les costó muy poco cumplir enseguida la extraña consigna. Ella misma parecía al principio un mensaje igualmente insensato, descolgado de no se sabía qué contexto, de qué realidad de la que parecía definitivamente exiliada. Cada uno podía interpretarla a su manera y cada otro de un modo contrario, pero todos según el lugar y el momento en que la leían.
Y empezó muy pronto a constatarse su rápido contagio. Sucedió como en una de aquellas mañanas de verano en la alta montaña, cuando las espesas nieblas van desvaneciéndose lentamente sin que pueda saberse exactamente en qué momento empieza a percibirse aquel bosque o aquella peña, en qué momento el valle se vuelve valle y la cima se vuelve cima. Más todavía, fue como el lento e imperceptible crecimiento de la hiedra que asoma un día por la ventana sin haberse anunciado antes, un salto cualitativo que ninguna suma de cantidades podía hacer previsible, ese grano de arena incontable que se añade a los demás y a partir del cual los demás se ordenan de repente en un montón, en un solo montón de granos de arena que hasta aquel momento no existía. Así, poco a poco, pero también de repente, la espesura y la opacidad de la consigna se adueñó de la ciudad y de sus extra-radios, hasta alcanzar cada realidad y cada uno de sus sentidos, dándole aquel toque irreal y sin sentido que producen los momentos de mayor lucidez en el ser hablante.
Hubo quien, ante el creciente impacto del mensaje, empezó su análisis lingüístico para intentar encontrarle el quid a la epidemia. Era sin duda un enunciado performativo, aquellos que hacen lo que dicen, al estilo de un “te juro que” o “se abre la sesión”. Pero el hecho de ser un mensaje escrito y no efectivamente dicho por nadie, dejaba su rasgo performativo suspendido al recorrido de su propia letra. Dependía pues —todavía más que si fuera una frase efectivamente dicha— del lugar y del momento en el que fuera leído. Ejercía así su efecto en silencio —de ahí su maléfica virtud—, al estilo de la carta robada del famoso cuento de Edgar Allan Poe. Sólo cuando era efectivamente leído agujereaba el sentido que hasta ese momento hacía consistente la realidad. En todo caso, el análisis pragmático —de la disciplina de la lingüística llamada “prágmática” pero también de la escuela filosófica cara a Hilary Putnam o a William James— llegaba de manera indefectible a la paradoja de la propia enunciación del mensaje: no había que darle más sentido, ninguno más del que tenía, si es que tenía alguno. Y ahí cobraba su fuerza y su efecto de reguero de pólvora.
La segunda persona del plural —“dejad”— daba también para un sutil análisis. ¿Por qué se dirigía a un “vosotros” y no a un “tú”? ¿Por qué se dirigía a un grupo y no a la particularidad de cada uno de sus miembros? La consigna tomaba así al grupo en su cualidad de sujeto, de un sujeto transindividual, como una entidad que era, sin embargo, reconocible para cada uno de sus individuos particulares. De hecho, la consigna los había constituido ya en un grupo, un grupo entendido entonces como un sujeto singular, más allá de la particularidad de cada uno de sus miembros. Siguiendo el curso de la epidemia, era en la consigna, convertida en contraseña, como se reconocían los unos a los otros, como ese grano de arena de más, ese más uno, los ordenaba de repente en un grupo para descompletarlo de inmediato en su sentido: “Dejad de darle más sentido”. De nuevo la paradoja.
Pero, y ese “más”, ¿qué quería decir ese “más”, precisamente? ¿No daba ya por supuesto un sentido previo, un sentido al que no habría que añadirle ningún otro sentido, ninguno más? ¿No era una concesión —pequeña, pero concesión al fin y al cabo— al poco de sentido inevitable con el que sostenemos la dura realidad? ¿O era más bien el poco de sentido que quedaba después de no darle ya “más” sentido, ninguno más del que tenía y que se mostraba entonces como demasiado poco, como un poco demasiado poco, como un “menos” finalmente? Sí, así era, así era como ese “más” se convertía, también de repente, en un “menos” por una extraña y astuta operación lógica. Así era como obtenía su contagioso poder en contra de toda sugestión. Y el “menos” se fue afirmando así como un plus en la epidemia, un plus al que se iba añadiendo uno más cada vez, cada vez más. Y cada vez eran más los que dejaban de darle más sentido. ¿Más sentido a qué? Al sentido, precisamente, a ese sentido del que se alimenta la pura y simple segregación del otro en una sugestión compartida por todos los que piensan —siempre religiosamente— que no son el otro.
Y así, los lazos dejaron de tener ya ningún sentido, —ni los amarillos ni los que llamamos, siempre con un eufemismo, sociales— para no darles más sentido, ningún sentido más.
Y así algunos irresponsables políticos dejaron de ser un poco más religiosos y entendieron finalmente, antes de verse definitivamente arrasados por un desierto de granos de arena, que no tenía sentido alguno seguir manteniendo a los otros —porque siempre habrá otros— en prisión.
31 de agosto de 2018
Notas:
1. La dedicatoria al escritor Manuel de Pedrolo se explica por un post anterior:
2. The Yellow Danger, el libro cuya portada ilustra este post, fue una curiosa novela del escritor Matthew Phipps Shiel que causó furor en su época. M. P. Shiel (1865-1947), prolífico novelista inglés de literatura fantástica tenido por racista y místico estrafalario, relata en él las diabólicas maquinaciones del Dr. Yen How que envió a sus imparables hordas chinas a conquistar Europa. Puede leerse un comentario en:
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