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17 de juny 2018

Para una política de la autoridad


Blai Bonet (1926-1997)








Nadie está autorizado para no tener autoridad propia
Blai Bonet

Como siempre, es el poeta quien nos precede, quien va un paso adelante y nos dice la verdad que hace de cualquier autoridad un acto sin garantía posible en el lugar del Otro. Prestemos atención, la doble negación del verso de Blai Bonet no equivale a una afirmación que valga para todos, lo que quiere decir que deberemos verificarlo uno por uno, sin poder concluir en un “todos están autorizados para...”
No hay ninguno, ni uno, que de buen comienzo esté autorizado... ¿para qué? Para no tener autoridad propia, es decir, para tener una autoridad transmitida o garantizada por Otro. La significación de la frase, en su lógica un poco retorcida, va, como es preceptivo en cada significación de una frase que sólo aparece de forma retroactiva, desde el final hacia el principio.
Porque, ¿qué sería una autoridad que no fuese propia? Sólo puedo autorizarme de mí mismo si no quiero quitarme esta autoridad en el momento de apoyarme o garantizarla en un Otro, aunque sea este Otro mismo quien me haya dado esta autoridad. No tener autoridad propia sería precisamente esto, buscar su garantía en Otro, incluso en aquel que —persona real o instancia simbólica— me la haya podido transmitir. Pues bien, es para esto para lo que nadie está autorizado, para no tener autoridad propia, para buscar su garantía en Otro. No estoy autorizado para sostener mi autoridad en Otro en el cual buscaría y del cual esperaría, para siempre, una garantía que no existe. Y es por ello que escribimos este Otro con mayúscula, para hacer aparecer su condición simbólica, más allá de cualquier otro que quiera representarla o sostenerla. Sólo puedo autorizarme de mí mismo —“el analista sólo se autoriza de sí mismo”, dice el aforismo lacaniano—, este es el único acto en el que puedo sostener y garantizar mi autoridad, la propia. Es sólo en este acto de autorización que puedo llegar a sostener que “el Otro no existe” —otro aforismo lacaniano—.
Ahora bien, ello no quiere decir que todos estén autorizados para tener una autoridad propia. Sería ésta la salida cínica, la que relativizaría la autoridad aniquilando el deseo que la sostiene. No es esto lo que nos dice el verso del poeta Blai Bonet. No hay un “todos” sobre el que podamos predicar de entrada, un todos que sería un conjunto cerrado y definido, un todos sobre el que podamos predicar que tiene, para cada elemento de su conjunto, el derecho ya adquirido a una autoridad propia. De entrada hay un “nadie”, un conjunto vacío de elementos sobre el cual predicamos la autorización que no existe, que nadie tiene de entrada. Partimos pues, más bien, de la falta de autoridad para todos, una autoridad a la que sólo podremos autorizarnos uno por uno, sin un rasgo que nos dijera, antes del acto, la garantía que fundaría ese “todos” y que podría autorizar a cada uno para tener esta autoridad propia.
Habrá que ver, entonces, uno por uno, hasta qué punto es propia esta autoridad que no puede sostenerse en ningún “todos”, en ningún Otro, en ningún rasgo universal que diera de entrada a cada uno el derecho a tener esta autoridad y que le diera a la vez la garantía para sostenerla una vez adquirida. La lógica de la autoridad y de la autorización no es la lógica del “para todo” sino la del “no para todo”, es la lógica que parte del “para ninguno” de entrada, y que sigue después con un “para uno por uno”, de manera paciente y rigurosa.
De este modo, los que llegan a tener una autoridad propia no formarán nunca un conjunto cerrado y definido por un rasgo único, un conjunto sostenido por el Uno universal que sería el que definiría previamente la autoridad, que funcionaría como el Otro que a la vez lo garantiza para cada uno de los elementos de este conjunto. Los que llegan a tener una autoridad propia no formarán nunca un conjunto, forman sólo una serie abierta y sin ley que la defina —lawless sequence la llaman los lógicos—, cada uno en su singularidad y sin par posible con el que equipararse.
Nos queda al final la pregunta: ¿y quién puede autorizarse para tener la autoridad de enunciar esta frase tan contundente? —Nadie está autorizado para no tener autoridad propia.
Respuesta —sólo aquél que, al decirla, sabe que la pone en acto en su propia autoridad. Es la autoridad del poeta, es la autoridad del analista de la que se autoriza en su acto. Y estaría bien que fuese también ésta la autoridad del político y, en el límite, la de cada ciudadano que, uno por uno, singular y sin par posible, se autoriza en su cualidad irrenunciable de ciudadano.
Una autoridad que no se funde en el cinismo del acto solitario quiere decir que debe ser, sin embargo, una autoridad reconocida por los otros y con los otros, pero sin un Otro que la garantice o la sostenga. La autoridad auténtica es pues, siempre un acto en soledad, pero no es un acto solitario. La autoridad auténtica debe saber reconocer igualmente la autoridad de cada uno que se autoriza en una serie sin ley previa, en una serie nunca hecha a imagen de cualquiera de sus elementos. Ello quiere decir también, Blai Bonet de nuevo —La autoridad es mutua, o no es.
Y es ésta una autoridad nunca cuantificable, que no puede estar garantizada por ninguna mayoría. Aunque lo intenten, cada vez, las elecciones por medio de una votación.

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