Mosaico de Joan Miró en Las Ramblas |
Lo real de la muerte es siempre igual,
idéntico a sí mismo, impensable, sin nombre ni apellidos, sin imagen, sin
ningún tipo de sentido que podamos encontrarle. Es así, simplemente, porque lo
real de la muerte excluye al sujeto, al ser que habla, de su reino oscuro. La
muerte, decía Jacques Lacan, es del dominio de la fe. Creemos en ella, incluso
cuando la renegamos, aunque no sepamos nada de ella, creemos en ella para
intentar dar un sentido, por mínimo que sea, a esta identidad impensable de lo
real de la muerte.
Por el contrario, los muertos no son nunca
iguales, cada uno es diferente a otro, cada uno con un nombre y un apellido,
con una historia escrita o por escribirse, cada uno tan singular como cada ser
que habla. Los muertos existen como un hecho de discurso, sobreviven como un
efecto de lenguaje allí donde la muerte, impensable, los ha ausentado de sí mismos.
Cuando la muerte irrumpe en el ser que habla
de un modo más o menos súbito, imprevisto, entonces hablamos de “víctima”. Esto
iguala demasiado rápidamente un muerto a otro, lo sustrae del discurso en el
cual ha vivido para representarse en él. Curiosamente esto nos calma un poco
ante lo real de la muerte pero también nos hace sentir de inmediato que cada
uno de nosotros puede ser también una víctima. Pensamos: yo podría haber estado
allí y ahora no estaría aquí, ausente de mí mismo para siempre. Es decir, nos
identificamos con la víctima. Entonces es conveniente recordar que aquel muerto
tiene un nombre y un apellido, que tiene una historia escrita o por escribir,
que es preciso devolverle la singularidad que ha tenido como ser que habla y
que el nombre de víctima le arrebata.
Ser que habla, esta expresión es un
pleonasmo —recordaba Lacan— porque sólo hay ser en el lenguaje, sólo hay ser de
palabra, por el hecho de que se diga y se crea ser. ¡Ah, si aquel muerto pudiera
hablar, eso le devolvería el ser, su singularidad ante lo real de la muerte! A
veces hablamos por él y así negamos la muerte que lo ha hecho ausente de sí
mismo, pero es la manera que tenemos de hacerle un lugar entre los vivos.
Todo esto es lo que he pensado hoy cuando he leído
una nota del Gobierno de Cataluña después del terrible atentado de ayer en Las
Ramblas de Barcelona. La nota listaba las treinta y cuatro nacionalidades de
las personas afectadas, víctimas mortales y heridos, por el cruel atentado. Hay
que leer el listado: alemana, algeriana, argentina, australiana, austríaca,
belga, marroquí, canadiense, china, colombiana, rumanesa, venezolana, cubana,
ecuatoriana, egipcia, española, norteamericana, filipina, francesa, británica,
griega, holandesa, taiwanesa, hondureña, húngara, irlandesa, italiana, kuwaití,
macedonia, mauritana, pakistaní, peruana, dominicana, turca. Es algo, por
supuesto, que quien había escogido el lugar y la hora para hacer el atentado había
tenido muy en cuenta, de modo de éste tuviera la mayor repercusión posible
internacionalmente. Y, en efecto, lo ha conseguido.
He pensado entonces que el acto asesino y
masivo, gobernado por el imperativo loco del Uno absoluto, iba dirigido,
fundamentalmente y con toda certeza, a anular de manera indiscriminada toda
esta diversidad de nombres y apellidos, de historias escritas y por escribir,
de singularidades diversas de los seres que hablan. No le habría importado que
entre ellos hubiera, como se suele decir, “uno de los suyos”, para hacer más
presente este Uno absoluto que los iguala y los anula en nombre de la muerte imposible de
pensar.
En nombre del Uno absoluto se puede mercadear
con lo real de la muerte y anular la singularidad de cada muerte, de cada ser
que habla, incluso de la propia muerte para seguir viviendo sin querer saber nada de
ella.
Esta es la batalla: hacer aparecer lo real de la muerte y la singularidad de cada ser que habla ante el discurso del Uno que las confunde en la nada cuando quiere encontrarle, él también, un sentido.
Esta es la batalla: hacer aparecer lo real de la muerte y la singularidad de cada ser que habla ante el discurso del Uno que las confunde en la nada cuando quiere encontrarle, él también, un sentido.
También en Las Ramblas.
Miquel Bassols
18 de Agosto de 2017
Este texto, escrito a vuelatecla, es una contribución
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ResponElimina¡Impresionante el artículo de Miquel¡ Esa diferencia entre los muertos , uno por uno, y La Muerte, como Uno absoluto que anula toda singularidad , induce a pensar que el acto terrorista de los yihadistas , donde , desde una extrema desesperación, en el altar de un Ideal, ( lucha contra los occidentales opresores pero tambien contra los propios musulmanes impuros, restauracion de la identidad musulmuna pura y de su territorio- el Califato- etc)se sacrifica a una masa indiferenciada de seres, reducidos a la condicion de ser un mero blanco, lejos de ser lo Otro de la civilizacion Occidental y de sus valores, que tanto nos jactamos de oponer a la barbarie de ellos, no es sino la faz más extrema y mortífera de esa pasión por lo Uno que,( sin que pueda ser equiparada por su extrema ferocidad a la violencia yihadista,) anida tambien en el nucleo de la civilización occidental y sus malestares.
Dolores Castrillo Mirat
Importante publicación de una posición ante lo ocurrido, -de lo real que se presenta en tantos lugares de la tierra, con sus particulares características. Importante hacer y seguir insistiendo en: la "diferencia"; aquí: entre la muerte y los nombres de los parlantes seres que somos, singulares. Los nombres y apellidos de los que mueren, desaparecen, son heridos, silenciados... excluidos. Y, también importante, hacer la "batalla": en tanto oposición, resistencia y posición ante la voracidad de lo Uno (absoluto) que, desde y dónde sea, intenta -y avanza hacia- borrarnos como sujetos parlantes, como sujetos con derecho a decir del padecer y de lo que sofoca cada vez más. No ayudan las antinomias simplistas y odiosas que rápido afloran, pues a uno y otro lado de los mares el goce mortífero apunta a lo mismo: destrucción. // Sdos. cordiales.
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