El término singularidad
se está empleando últimamente en distintos campos para intentar atrapar aquello
que sería lo más genuino del ser humano*. Ya sea en el campo de la política de
las identidades sociales y culturares, ya sea en el campo de la ciencia y de
los efectos que la técnica tiene en nuestro mundo, el término parece haber
hecho fortuna para designar lo más real, lo más difícil de aislar y de tratar del
ser hablante, aquello que por otra parte escapa tanto a la norma estadística
como a toda pretensión de normalización.
El término no designa, sin embargo, lo mismo para cada uno
de estos campos. Designa, incluso, características y operaciones totalmente
contrarias, desde lo más predecible y calculable hasta lo más impredecible e
imposible de calcular por el imperio de la cifra. Hay algo absolutamente
paradójico en el uso actual del término singularidad,
un uso que se nos aparece como un síntoma de la época. La singularidad no es un
concepto psicoanalítico pero la experiencia analítica es sin duda la que mejor
puede iluminar las razones de la paradoja que lleva este nombre. Digamos
incluso que el psicoanálisis es la experiencia de la mayor singularidad que
podemos obtener en el ser hablante, aquella que nombramos a veces como su
singularidad o su identidad sinthomática,
retomando el neologismo acuñado por Lacan con el término sinthome.
Opondré esta singularidad aislada por la experiencia
analítica a la que hoy se conoce como singularidad
tecnológica, uno de los engendros que está dando lugar a los debates más
apasionados en el campo de las tecno-ciencias y que le debe toda su fuerza al
uso de la cifra y de los algoritmos que finalmente creen normalizar al ser
hablante.
La llamada singularidad
tecnológica designa un hecho que parece surgido de la ciencia ficción pero
que se está mostrando ya como el efecto más real de la ciencia en sus
aplicaciones técnicas. Se define como el momento hipotético en el que una
proceso informático, un algoritmo como soporte de la inteligencia llamada
artificial, podrá autorreplicarse y automejorarse recursivamente de tal modo
que quedará fuera de cualquier conceptualización y de cualquier control
efectivo por el ser humano. Este momento coincidiría a la vez con la fusión
irreversible entre la tecnología y la biología del cuerpo humano, de modo que se
produciría un salto cualitativo impredecible que dominará todas las esferas de
la vida. Los especialistas hacen sus cálculos y sus apuestas para predecir este
momento, entre el año 2030 y el 2045 según los más optimistas. Lejos de
cualquier catastrofismo tecnológico pero también de cualquier idealización del
hoy llamado mejoramiento humano —ideología
que encabeza las mejores promesas de futuro con este término no exento de ironía—,
los expertos disparan las alarmas.[1]
Para ir directo al nudo más real y sintomático de este
debate, señalaré solo una referencia que me parece especialmente significativa.
Se trata de Raymond Kurzweil, quien retomó el término singularidad tecnológica en la pasada década con el título de su
best-seller titulado La singularidad
tecnológica está cerca. Raymond Kurzweil es el polémico director ingeniero
de Google. Hoy gestiona la maquinaria que recoge y procesa los datos de sus mil
millones de usuarios para organizar la base de datos que deberá decidir tanto
los tratamientos médicos a partir del genoma de cada uno como hace ya con sus preferencias
a la hora de comprar un choche o una lavadora.
Un
deseo anida en esta empresa que no por más aparentemente delirante deja menos
de ofrecernos su grano de verdad. En una entrevista para la revista Rolling Stone, Raymond Kurzweil
manifestaba su deseo de construir una copia genética de su difunto padre a
partir del ADN encontrado en su tumba. La construcción de un clon del padre
serviría al hijo para recuperar su memoria y su singularidad que sería así
repetible al infinito, en una pluralidad de clones. El resultado, entre
siniestro y paradójico, sería precisamente la anulación de toda singularidad en
su repetición al infinito. De hecho, si hay algo que parezca delirante en la empresa
de Raymond Kurzweil no es algo distinto del clásico fantasma freudiano de
salvar al padre, de restaurar la figura del Otro del goce completo y
consistente a la vez. Y es cierto que Google es hoy un nombre de ese Otro que
parecería ofrecernos el saber completo sobre el goce de todas las cosas.
En realidad, más allá del fantasma del padre que vuelve como
alma en pena para reclamar que se salde la deuda, el problema se reduce hoy al
de la suposición o no de un saber en el lugar del Otro. La llamada singularidad
tecnológica sucederá simplemente en el momento que creamos que sucede. Sucede
también en el momento que creemos, por ejemplo, que un algoritmo ha superado ya
el Test de Turing, tomando como un ser hablante a la máquina animada por ese
algoritmo. Alguien más ha añadido ya el chiste: el problema vendrá cuando una
máquina, convertida en el Otro del saber, convenza a un ser hablante de que él
es también una máquina. Y es cierto que, si escuchamos ciertas orientaciones
del cognitivismo y de las neurociencia actuales, todo indica que ya estamos ahí.
Por nuestra parte, invertiremos el problema que el caso Kurzweil parece
presentarnos como el sueño de la razón: es inventando un padre como síntoma,
—como sinthome, para decirlo con el
neologismo lacaniano— como el sujeto
encuentra en realidad su propia singularidad, tan tecnológica como cualquier
otra. Y ello por la razón que el primer algoritmo que funda la técnica es la
cadena significante del lenguaje, la que atraviesa al cuerpo para hacerlo
hablante. Singularidad sinthomática
diremos para nombrar el momento en que alguien llega a aislar por medio de un
análisis sus condiciones de goce más singulares.
Hay pues un algoritmo que es la única mutación que importa
en el ser hablante. Es el que resume la cadena significante del lenguaje desde
Lacan, el que vincula con una flecha el Significante amo, S1, que
gobierna desde siempre cada discurso, y el Significante del saber, S2.
Es este algoritmo el que ordena, lo sepa o no, los sueños y pesadillas de la tecno-ciencia
contemporánea.
Entonces, tal vez la verdadera singularidad ya esté aquí, ni
más cerca ni más lejos. Sólo que no lo sabe todavía. El psicoanálisis está aquí
para hacerlo saber.
* Intervención en el Encuentro PIPOL 8, Bruselas 2 de Julio de 2017.
[1] Cito a los autores que han reunido en un
volumen más de doscientos textos de diversos especialistas: “Resulta
absolutamente necesario que los expertos y los grupos de poder se presten a un
debate transparente con el resto de la sociedad, ya que esta debería conocer
más y mejor los proyectos de mejoramiento
humano y la agenda de singularidad
tecnológica que se están desarrollando ante la ignorancia o, en el mejor de
los casos, la mirada atónita y condescendiente de los ciudadanos del mundo
globalizado.” Albert Cortina, Miquel-Àngel Serra, ¿Humanos o posthumanos? Singularidad tecnológica y mejoramiento humano.
Fragmenta Editorial, Barcelona 2015, p. 12.
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