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30 de març 2016

“Freud, misógino contrariado”



















La expresión ha causado cierta extrañeza en algunos. ¡Cómo es posible! ¿Un psicoanalista tachando a Freud, el padre del psicoanálisis, de misógino? ¿Sabrá lo que esta palabra invoca de los más oscuros resentimientos? ¿No está tal vez al tanto de la agria polémica que el tema ha suscitado ya demasiadas veces, desde las filas del feminismo hasta los detractores más acérrimos de su propia disciplina? ¿No conoce el debate que ha tenido lugar, no hace tanto, en el país vecino entre el filósofo académico y la historiadora oficial, el uno para denostar a Freud, la otra para salvarlo de la ignominia? ¿Por quién toma partido entonces?

De hecho, toma partido por Freud, si se lee su obra como conviene a partir de la enseñanza de Jacques Lacan.

Veamos primero el contexto de la expresión que ha sido bien pescada, aunque acortada por la redacción —no por la  periodista— de El País Semanal para el titular de la entrevista en la que el psicoanalista sostiene lo siguiente: “Freud, fruto de su tiempo, era un misógino contrariado, así como hablamos de un zurdo contrariado. A la vez, se dejó enseñar por las mujeres. Le dio la palabra a la mujer reprimida por la época victoriana y planteó la pregunta: ¿qué quiere una mujer? más allá de las convenciones del momento.” Más adelante habla de una “nueva misoginia de la que no se sale tan fácilmente”, una misoginia más sutil que puede recubrirse incluso con la reivindicación justificada de la igualdad de género, una igualdad que puede rechazar sin embargo la alteridad del goce en la que se funda la diferencia de los sexos.

La paradoja está servida: zurdo o diestro, contrariado o no, ¿cómo un misógino puede dejarse enseñar por las mujeres? ¿y para aprender qué? La paradoja es inherente al discurso del psicoanálisis, pero es sobre todo porque se encuentra ya formulada, y por primera vez, en la propia obra freudiana.

Es el Freud de “Análisis finito e infinito” quien habla del “repudio de la feminidad” como la roca dura contra la que choca cada análisis en su final, ya  sea el análisis de un hombre o el de una mujer. Parece sin duda que Freud considera la misoginia como un hecho estructural, como una posición primera de defensa ante el goce, como el límite con el que se confrontará inevitablemente, vaya por el camino que vaya, cada análisis.

En realidad, existe esta premisa en la obra freudiana que salta a la vista desde el principio: todos los hombres son misóginos, todos los hombres rechazan, desprecian y minusvaloran a la mujer a partir del descubrimiento de la diferencia de los sexos, de la castración del Otro para tomar la expresión lacaniana. Todos los hombres rechazan así la feminidad por estructura. Conviene añadir: y también algunas mujeres. No todas, sin embargo.

Rebobinemos entonces el razonamiento a partir de la premisa para seguir el silogismo:

1.     Freud considera a todos los hombres misóginos.
2.     Freud se considera un hombre. (Aunque no del todo, podría añadir el avispado. Y seguramente no le falta razón: cf. su relación con Fliess y el tema de la homosexualidad).
3.     Ergo: Freud mismo se considera misógino.

Pero no del todo, añadimos nosotros.

Y esa fue precisamente la raíz de su descubrimiento del inconsciente, desde el famoso sueño de la inyección de Irma por ejemplo, donde la garganta sufriente de la mujer interrogó su deseo hasta hacerlo despertar. Pero supo despertar un poco más allá del horror de la castración para escribir el texto que ha hecho que ese deseo sea fundador de un nuevo discurso, el discurso del psicoanalista.

Y es en este punto donde Freud se revela como un “misógino contrariado”, un misógino que sabe que rechaza la feminidad allí donde más lo interroga, donde más lo divide a él como sujeto.

Hará falta que Jacques Lacan interprete un tiempo después la paradoja del deseo de Freud para mostrar lo que le debe a la lógica fálica, la lógica misógina por excelencia, la lógica que quiere que “un vaso sea un vaso, una mujer una mujer”, y no Otra cosa.

* * *

Para apoyar nuestro razonamiento, vendrán bien aquí dos referencias de Jacques Lacan al respecto.

La primera se encuentra en su Seminario 4, La relación de objeto, el 6 de  Marzo de 1957: “En algunos momentos Freud adopta en sus escritos un tono singularmente misógino, para quejarse amargamente de la gran dificultad que supone, al menos en determinados sujetos femeninos, sacarlos de una especie de moral, dice, de estar por casa, acompañada de exigencias muy imperiosas en cuanto a las satisfacciones a obtener, por ejemplo, del propio análisis.”[1] Señalemos, sin embargo, que Lacan sitúa este rasgo misógino de Freud en un lugar muy distinto del lugar en el que lo suelen encontrar, falsa evidencia, sus detractores menos lúcidos. No lo encuentra en sus juicios sobre la supuesta inferioridad de la mujer con respecto al hombre sino en su dificultad para soportar la exigencia de una satisfacción que la mujer espera del Otro, una suerte de fijación libidinal al objeto distinto del objeto de amor. Y parece cierto, Freud soportaba mal esta exigencia de satisfacción inmediata en la transferencia de las mujeres en análisis.

La segunda referencia sitúa curiosamente este rasgo misógino de Freud del lado de una lucidez a la hora de escuchar las resonancias del significante en relación a los ideales femeninos de su época. Se trata del comentario sobre el análisis del caso Schreber y se encuentra en el texto de 1958, De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis: “[…] el campo de los seres que no saben lo que dicen, de los seres de vacuidad, tales como esos pájaros tocados por el milagro, esos pájaros parlantes, esos vestíbulos del cielo (Vorhöfe des Himmels), en los que la misoginia de Freud detectó al primer vistazo las ocas blancas que eran las muchachas en los ideales de su época, para verlo confirmado por los nombres propios que el sujeto más lejos les da.”[2]

El párrafo, como siempre en Lacan, merecería un buen y denso trabajo de lectura siguiendo la referencia a las ocas blancas, a los pajaritos saltarines de cabeza hueca que charlan sin parar y sin saber lo que dicen, pero que “parecen estar dotados de una sensibilidad natural para la homofonía”[3], para los juegos de palabras. Son las voces que el delirio de Schreber atribuye a los pajaritos, a cuyas almas dará más adelante nombres femeninos, en una operación de lenguaje, entre el humor y la poesía, nada ajena a su propio proceso de conversión en la mujer de Dios, esa mujer que falta a todos los hombres. Estos pajaritos son seres vacuos pero también milagrosos desde el momento en que nos permiten descubrir, como hizo el propio Presidente Schreber en su delirio, las relaciones significantes más poéticas. Para Freud “al leer esta descripción no podemos menos de pensar que con ella se alude a las muchachitas adolescentes, a las cuales se suele calificar, sin la menor galantería, de pasitas o atribuir cabecitas de pájaro y de las que se afirma que sólo deben repetir lo que a otros oyen, descubriendo además su incultura con el empleo equivocado de palabras extranjeras homófonas”[4]. Misoginia fruto de la época, decíamos nosotros. Pues bien, es este rasgo misógino —tan sutil por otra parte— el que, según Lacan, le permitió a Freud detectar enseguida el vínculo entre los ideales de su época, la degradación del objeto femenino, el goce sexual y su relación con la estructura del lenguaje. Nada más y nada menos.

¿Es que habría que ser entonces siempre un poco misógino para atravesar los ideales que cada época promueve sobre la feminidad, sea la época que sea, y adentrarse en aquella zona del goce que el lenguaje no puede simbolizar, sólo evocar con las resonancias del juego del significante?

El psicoanálisis, el lacaniano al menos, encuentra en este rasgo razones para aprender algo de la hoy llamada “feminización del mundo”.



[1] Jacques Lacan, Seminario 4: La relación de objeto, Paidós, Buenos Aires 1994, p. 206.
[2] Jacques Lacan, Escritos, Ed. Siglo XXI, México 1984, p. 543.
[3] D. P. Schreber, Memorias de un Neurópata, Ediciones Petrel, Buenos Aires 1978, p. 210-211.
[4] El comentario de Freud se encuentra en “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia autobiográficamente descrito”, Obras Completas, tomo IV, Biblioteca Nueva, Madrid 1972, p. 1502-1503.

19 de març 2016

La voz como objeto

Claude Debussy


















Presentación de “Incidencias del objeto voz en la clínica psicoanalítica”, una tesis de Ruth Liliana Gorenberg
  

Un sonido brillante, un color chillón… Basta detenerse un poco en estas expresiones de la lengua —sinestesias, incluso metáforas calcinadas que ya no escuchamos ni vemos como tales—, para entender que el objeto de la voz y el objeto de la mirada le deben buena parte de su naturaleza al significante y a sus operaciones en la estructura del lenguaje. Y que pueden entonces cruzarse y substituirse recíprocamente, hasta llegar a ver un sonido o a escuchar un color, hasta poder percibir un ruido que mira o una imagen que suena. La clínica clásica de las alucinaciones, de la que el lector encontrará un excelente análisis en varios pasajes de este libro, nos muestra muchos ejemplos de esta operación que sólo puede descifrarse a partir de dos axiomas lacanianos: la alucinación es un hecho de lenguaje, la percepción está estructurada por lo simbólico en el ser que habla. Entonces, el objeto de la percepción no es ya un dato de la realidad, dado de entrada, sino una sutil formación estructurada como un lenguaje que no se distingue de la propia estructura subjetiva, de aquello que la clínica analítica localiza como el fantasma. Ya no será entonces tan apropiado hablar del “objeto de la voz” y del “objeto de la mirada” como fenómenos puramente perceptivos sino más bien de la voz y de la mirada como objetos de la pulsión atrapados en las redes del lenguaje, fijados en la estructura del fantasma de un modo tan singular para cada sujeto como singular es su experiencia de goce y de sentido de esos objetos.
El objeto voz tiene sin embargo una particularidad con respecto al objeto mirada que el arte de Marcel Duchamp supo indicar con un preciosa fórmula: “Se puede mirar ver. ¿Acaso se puede escuchar oír?” La reversibilidad del objeto mirada parece resistirse en el caso del objeto voz de una manera que escapa a esta duplicación o elevación a la segunda potencia propia del registro de lo imaginario. Sólo en la suspensión de un silencio tácito, un silencio que sería idéntico a su propio decir, un silencio que diría el hecho mismo de escuchar, podríamos intentar localizar este punto imposible en el que alguien escucharía oír. Algo así sucede a veces en la intimidad de la experiencia analítica, donde el diván hurta al sujeto la posibilidad de reintroducir su discurso en el espacio imaginario de la mirada del otro, cuando un silencio llega a ser tan o más elocuente que una largo discurso efectivamente dicho. ¿No es entonces, en el silencio del analista, cuando casi parece que se podría escuchar oír —¿o bien oír escuchar?— al Otro en su discurso? Allí se hace presente un real de la lengua que implica la imposibilidad de la reciprocidad o de la duplicación imaginaria que solemos evocar con la fórmula de Lacan: no hay Otro del Otro. No hay, en efecto, Otro del Otro que pueda escuchar que se escucha, ni oír que se oye… En este punto de imposibilidad de representación del acto de escuchar, de representarse también al Otro y a uno mismo en el acto de escuchar, aparece sin embargo una presencia irreductible, una presencia que toma la consistencia de un objeto, ese objeto que la enseñanza de Jacques Lacan formalizó con su famoso objeto a.
La voz como objeto revela entonces su naturaleza más escondida, la de una presencia silenciosa que atraviesa significantes y lenguas diversas, momentos cruciales en la vida del sujeto que han quedado marcados por una experiencia de satisfacción pulsional, ya sea de placer o de displacer, una experiencia de goce en todo caso que hace del objeto a el ombligo alrededor del cual se ordenan las significaciones más o menos ruidosas de esa vida. En cada uno de sus nudos, este objeto a sigue permaneciendo silencioso como el ombligo más real de la realidad, como la misma razón de su consistencia.
Es ahí también donde la fonética —el estudio de los sonidos físicos del discurso— se distingue necesariamente del fonema —la unidad fonológica mínima en cada lengua— en el que ese discurso articula sus significaciones.
Este es precisamente el punto de partida, tanto lógico como expositivo, de la excelente tesis de nuestra colega Ruth Gorenberg que el lector tiene en sus manos y que tenemos el gusto de presentarle gracias a su amable invitación. Es una investigación, tan minuciosa como amena, del recorrido del objeto voz en la enseñanza de Jacques Lacan, de su incidencia en la clínica psicoanalítica siguiendo la paciente construcción de su consistencia lógica. Y es también una enseñanza, en el sentido que este término tiene en el Campo Freudiano más allá de su significación en el discurso universitario: no se trata sólo de la elaboración de un saber sobre su objeto, se trata de la experiencia misma de ese objeto para extraer de ella un saber siempre inédito. Y ello siguiendo las huellas de la experiencia clínica, desde la de los clásicos de la psiquiatría hasta la clínica más elaborada de los testimonios que en las Escuelas de la Asociación Mundial de Psicoanálisis llamamos “clínica del pase”, donde estos testimonios obtienen el más alto grado de densidad subjetiva.
El lector atento sabrá escuchar así en este recorrido las distintas modulaciones que el objeto voz tiene en la enseñanza de Lacan, hasta encontrar aquel “acorde resolutivo” que él mismo evocó muy pronto (cf. su texto “Intervención sobre la transferencia”, en la página 204 de los Escritos) como la anticipación de la melodía en la “frase musical” de la transferencia, la que mueve y agita a cada sujeto en su relación con el inconsciente y en su relación con el saber del psicoanálisis.
Una vez allí, seguirá siendo cierta aquella sentencia de Claude Debussy que vale tanto para la experiencia musical como para la definición de la propia transferencia: “Es el espacio entre las notas lo que define la música”.
Es a recorrer este espacio que las páginas que siguen convocan al lector.