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01 d’agost 2014

Frontera y litoral, amor y goce




















Entrevista para la revista APPUNTI de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi
Preguntas realizadas por Carlo De Panfilis.

— Esta entrevista viene después del reciente Congreso italiano de la SLP en el que se ha abordado el tema de la transferencia en su relación estructural entre amor y goce. Tal como usted ha evocado en su intervención conclusiva del Congreso, entre amor y goce hay siempre una discontinuidad de la que da cuenta la vida amorosa en sus derivas y en sus síntomas. La transferencia analítica es el intento de construir un vínculo entre estos dos territorios de la vida pulsional del sujeto. ¿Qué fronteras debe afrontar el psicoanálisis del siglo XXI?

Partamos de la idea, fecunda, de frontera. La frontera supone un límite trazado entre dos territorios, dos espacios que existen a partir de ese momento como distintos, como extranjeros el uno para el otro. Antes de trazar una frontera no hay distinción posible entre espacios. De hecho, sin frontera no podemos concebir al propio espacio. La frontera hace existir dos territorios de modo que puedan mantener una relación de reciprocidad, con una medida común entre ellos. Es lo que sucede, por ejemplo, con el cambio entre monedas de dos países distintos. La medida común permite la reciprocidad. Es una idea que Lacan investiga en su texto, difícil, titulado Lituraterre, donde distingue la frontera del litoral, siguiendo la distinción entre la lógica del significante, que traza fronteras simbólicas, y la lógica de la letra, literal, que hace más bien de litoral en lo real. Cuando se trata de la letra, todo un dominio hace de frontera sin que haya pasaje al Otro lado, porque no hay en realidad Otro lado, sólo corte, discontinuidad. El litoral es una frontera muy extraña porque no conduce a Otro lugar. Es la experiencia que podían tener, por ejemplo, los habitantes de uno y otro lado del Atlántico antes de que Cristóbal Colón dibujara sin saberlo una frontera entre ellos con el viaje de sus tres carabelas. Debía ser una experiencia extraña, que ya no podemos conocer, ante la inmensidad de un territorio que no conducía a ninguna parte. Una frontera, en cambio, además de diferenciar dos dominios, supone que hay un pasaje posible de Un lugar al Otro. Es la ley del significante, que permite al sujeto remitirse de un significante a otro, y ser entonces representado por un dominio en relación al otro. La letra, por su parte y tal como Lacan la elabora como distinta de una representación gráfica del significante, no supone al Otro, se inscribe más bien en el lugar del Otro que no existe, supone un corte, un agujero real en los semblantes, en los significantes del lenguaje.
Valga esta breve introducción para responder a la pregunta de un modo acorde con la experiencia analítica orientada por lo real.
El psicoanálisis ha tratado siempre con el dominio más extranjero que existe para cada sujeto, un dominio sin fronteras precisas, imposibles de delimitar en el mapa, una terra incognita que sólo aparece como un espacio en blanco hecho de litorales y de discontinuidades. Freud lo llamó inconsciente y es un dominio que cambia con el tiempo, como cambia también la clínica de un tiempo a otro, como cambia el propio psicoanálisis a través de las décadas. Llamamos también a ese dominio “el campo del goce”, retomando el término que Lacan introdujo para condensar la libido freudiana y la pulsión de muerte. Cuando se trata del goce, no hay reciprocidad posible, hay sólo una extranjeridad radical. No podemos decir, por ejemplo, que el goce del sujeto es el goce del Otro, como sí podemos decirlo del deseo según la conocida fórmula lacaniana: “el deseo es el deseo del Otro”. También podemos decirlo del amor que, cosa extraña, Lacan sostenía que siempre era recíproco: amar es siempre ser amado por el Otro.
En la heterogeneidad territorial que existe entre estos dos dominios del amor y del goce, siempre extranjeros el uno para el otro, podemos situar toda la serie de malestares y síntomas del sujeto contemporáneo que suele llegar al analista precisamente con una queja a partir de su experiencia singular de extrañeza, de imposibilidad de gozar de aquello que ama y de amar aquello de lo que goza, de lo que goza siempre a pesar suyo.
Pues bien, estamos asistiendo precisamente en este siglo XXI al declive definitivo de una clínica, la del DSM, que creía poder trazar fronteras precisas, clasificando hasta el infinito los malestares del sujeto con su descripción normativa. Y la propia psiquiatría no puede concebir hoy qué viene después de ese mar difuso de síntomas y malestares que se abre cada vez más, como tampoco podían concebir los habitantes precolombinos qué venía después de su litoral marítimo.
La experiencia de la transferencia analítica, de la clínica bajo transferencia —como la ha definido hace tiempo Jacques-Alain Miller— es siempre una novedad en el campo de la clínica. Es un nuevo discurso, la apuesta de cada sujeto para investigar esa zona de inclusión y de exclusión entre amor y goce que está en el núcleo de su malestar. Es una apuesta, cada vez renovada, para saber si puede amar aquello de lo que gozaba, sin saberlo, en su síntoma. Dicho de un modo que retoma los términos anteriores: se trata para cada sujeto de saber inscribir y leer su litoral, el de la instancia de la letra de su inconsciente, allí donde no hay frontera posible entre territorios para siempre extraños entre sí, nunca recíprocos. Saber leer la letra del texto del propio inconsciente, esa terra incognita de cada uno, es el fin propio del psicoanálisis, con el efecto terapéutico, el único realmente deseable, que se deriva de ello.
Pero digamos a la vez que el mismo psicoanálisis, desde que Freud descubriera el inconsciente como un Cristóbal Colón del siglo XX, es y funciona como una terra incognita de nuestra civilización. Lo es incluso para sí mismo. Por eso necesitamos la experiencia de la Escuela, que es una forma de inscribir y de leer los litorales tanto del analista como del sujeto que llama a su puerta, allí donde sus fronteras ya no sirven o han desaparecido para tratar el malestar del síntoma.


— Usted ha indicado en Roma un próximo tema de trabajo que se anuncia, por su contenido, fértil para el psicoanálisis: interrogar la articulación entre los restos sintomáticos y los restos transferenciales. ¿Puede esbozarnos este tema de investigación?

Es la investigación que llevamos a cabo en esa terra incognita privilegiada de nuestras Escuelas que es la experiencia del pase, una experiencia después del final del análisis. La experiencia del pase es también un litoral del psicoanálisis, una experiencia heterogénea a la del propio análisis, en un dominio sin fronteras establecidas o dibujadas previamente. El pase es nuestra propia extranjeridad en la que sólo nos podemos adentrar a partir del trabajo y de los testimonios de los Analistas de la Escuela.
Sacamos de esa experiencia en cada caso una enseñanza muy valiosa sobre lo que hemos aislado y llamado “los restos sintomáticos”, los restos opacos de goce una vez el síntoma ha sido reducido a su sinsentido. El núcleo del sinthome que encontramos en la última enseñanza de Lacan está hecho de estos restos sintomáticos una vez han perdido su poder patógeno y pueden ser reutilizados en la invención de cada sujeto. Lo que me parece interesante es el vínculo que podemos establecer ahora entre estos “restos sintomáticos” con aquello que el propio Freud denominó, precisamente en su texto final de “Análisis terminable e interminable”, los “restos transferenciales” de un análisis. Los postfreudianos creían que el final de un análisis consistía en la liquidación de esos “restos transferenciales”, restos que adquirían entonces, como señala Freud, un tinte paranoico. Es el drama de la propia institución analítica cuando cree que puede curarse de la transferencia, del sujeto supuesto saber, de la creencia en el inconsciente. La historia de la IPA puede leerse muy bien siguiendo el pentagrama de esta armonía imposible de la liquidación de la transferencia. Hay que decir que el cientificismo de nuestra época nos empuja a ello, en la creencia —valga aquí la redundancia del término— de que el saber de la ciencia puede ahorrarse esa creencia tachándola de religiosa. Hay cierta verdad en ello cuando los propios analistas no pueden decir nada del destino de la transferencia en su propia formación y en su propia experiencia. El psicoanálisis puede virar entonces hacia la religión, como le sucede a veces a la propia ciencia que ha tomado en muchos casos el relevo de la religión como lugar de autoridad del saber.
En las Escuelas de la AMP se trata por el contrario de dar su justo lugar a la transferencia como el motor mismo de la experiencia analítica y de su transmisión en un uso que no sea de impostura, de pura sugestión o de creencia en el saber. Ahí, cada uno debe encontrar su vínculo singular entre los restos sintomáticos y los restos de la transferencia.
¿Qué hace cada uno con los restos de la transferencia en su propia experiencia? Es la pregunta que debería dirigir la elaboración de cada miembro en nuestras Escuelas. Para mí, una idea fulgurante de Jacques-Alain Miller expuesta en un tweet funciona como una brújula: “El común de los mortales tiene su sujeto supuesto saber en el exterior, un analista debería haberlo introyectado = confiar en el trabajo de su inconsciente”. Pero hay que seguir esa consigna con la que viene en su siguiente tweet: “¿Puede uno confiar en su inconsciente? Sí, estando siempre en guardia, ya que hay traidores y sin fe, y otros que son tontos…”
Me parecen dos principios para una suerte de “Oráculo manual y arte de prudencia” —como el título de la obra de Baltasar Gracián— para un analista a la altura de su tiempo.


— Usted ha indicado que la apuesta del psicoanálisis, orientada por su real, orientada por el uno por uno, es hacer de los restos elaborados entre amor y goce en el cuerpo hablante, el objeto más fecundo y agalmático para relanzar la transferencia, el amor al inconsciente en el siglo XXI. ¿Puede darnos una reflexión ulterior?

De hecho, uno de los primeros descubrimientos del psicoanálisis —por el que Freud parece de hecho que sigue sin ser perdonado— fue que en el corazón del amor y del goce se aloja un resto imposible de reciclar en la supuesta armonía entre los sexos. Por mucho que la sexología o la psicología de nuestro días se sigan empeñando en ello, en la imposible complementariedad y reciprocidad entre los sexos se encuentra ese objeto resto que Lacan escribió con la a del objeto abyecto, causa del deseo. En efecto, el objeto fetiche sigue siendo el paradigma del objeto residual sobre el que se construyen las condiciones de goce para cada sujeto, tanto del lado masculino como del lado femenino. Recordemos que Lacan situó muy pronto (“La significación del falo”, en 1958) está condición de estructura en el amor y en el goce, de un modo divergente del lado masculino y de un modo convergente del femenino. Para el lado masculino, siempre hay una fuerza centrífuga que tiende a separar el objeto de amor del objeto del goce. Para el lado femenino, la fuerza es más bien centrípeta, encarnando en un mismo objeto la demanda de amor y la exigencia del goce, aunque sea al precio de separarlo finalmente del cuerpo natural de su pareja. La película “El imperio de los sentidos”, de Nagisa Oshima, sigue siendo paradigmática de esta condición del goce femenino haciendo aparecer ese resto del objeto en la castración real del hombre. Sea como sea, el final de la historia hace aparecer siempre el objeto en cuestión como un resto.
No debería sorprendernos tampoco entonces que Lacan situara ese objeto resto como el alfa y omega de la civilización: “La civilización —escribía en 1971— es la cloaca”. Y no se trata únicamente del objeto anal sino de toda la serie de nuevos objetos —orales, escópicos, invocantes, fálicos— que relucen en el cenit social con las nuevas tecnologías. Ya no sabemos qué hacer con sus restos imposibles de reciclar.
Lo interesante del psicoanálisis como nuevo discurso —el último en nacer después del discurso del Amo, con su variante capitalista, del discurso de la Universidad y del discurso del sujeto Histérico— es que muestra la fecundidad de este objeto a condición de renunciar a su reciclaje imposible, a condición de comprender que está en el lugar de un objeto perdido y que funciona en la medida de esa pérdida estructural. Dicho de otro modo: no hay ya objeto natural que podamos recuperar, ya sea en la experiencia sexual o en la experiencia del saber, sólo su sustituto creado por el lenguaje, por el significante, como un “semblante”. El poeta —José Lezama Lima en este caso— lo dijo a su manera citando a Pascal: “como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza”. Y añade: frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría de la imagen, de la metáfora, de la substitución, de la sobrenaturaleza, de lo que nosotros llamamos también “síntoma”.
El amor en el siglo XXI, el amor en los tiempos del semblante generalizado, es la invención de un nuevo síntoma que haga soportable, “sostenible” podemos decir ahora con un tono ecologista, la imposible relación entre los sexos.



—La transferencia y el cuerpo hablante vinculan el trabajo del reciente Congreso de la SLP con el próximo Congreso de la AMP, que se realizará en Rio de Janeiro en 2016. ¿A qué vertientes de la clínica y de la teoría psicoanalítica deberemos confrontarnos, según usted, para orientar el estudio y la práctica psicoanalítica?

En efecto, el tema del próximo Xº Congreso de la AMP, tal como lo ha propuesto Jacques-Alain Miller, será “El cuerpo hablante. Sobre el inconsciente en el siglo XXI”. El cuerpo hablante es un nombre del inconsciente en el siglo XXI. De hecho, es hoy un nombre más enigmático todavía que el propio término de inconsciente. ¿Qué es un cuerpo hablante? Nadie lo sabe definir muy bien, es realmente un misterio, como decía Lacan. Nada que ver en todo caso con la idea de un organismo, por muy vivo y complejo que lo supongamos, tal como lo conciben por ejemplo la biología y las neurociencias de nuestro tiempo. Por otra parte, lo viviente, lo que hace específica la vida, es también un enigma para la propia biología que no ha llegado a definir todavía qué distingue a un ser vivo. La Bios no se deja atrapar tan fácilmente desde la Antigüedad sin remitirla a la muerte que le resulta consubstancial, una muerte que sólo tiene lugar en un mundo simbólico, producto ya del lenguaje. Parafraseando a Heidegger, podemos decir que sólo el ser que habla llega a morir, los otros seres perecen, lo que es muy distinto.
La ironía de nuestro tiempo es que el término Bios, que ha designado la vida desde la Grecia antigua, ha llegado a designar el Basic Input / Output System, el programa firmware de los ordenadores. Parece así que la ciencia esté a un paso de confundir definitivamente el ser vivo con un programa genético, una compleja Máquina de Turing que sería finalmente reducible a una serie de algoritmos. Es el sueño —pesadilla más bien— del cientificismo de nuestro tiempo: reducir el ser que habla a una serie de algoritmos objetivables y manejables de modo computacional. De ahí se han derivado una serie de tratamientos más o menos degradantes, por ejemplo en el caso del autismo, cuando se piensa que ese cuerpo hablante sufre de algún desarreglo en su Bios.
Nada de todo eso tiene en cuenta la especificidad de lo que llamamos “el cuerpo hablante”.
Lo curioso es que allí donde suponemos que algo habla suponemos también una vida, y no necesariamente al revés. ¿Cómo abordar este misterio que es a la vez una evidencia, un indicio más bien del ser que habla? Nuestra clínica es una Evidence Based Clinic sólo en este sentido. Para abordarla, precisamos del término y del campo del goce introducidos por Lacan que reactualizan esta clínica. “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, leemos en el capítulo IX del Seminario “Encore”: allí donde algo habla, —el Ello, el Es freudiano—, algo goza, y no sabe nada de ello. Sólo a partir de esta suposición, creencia incluso, podemos situar la especificidad del cuerpo hablante, un cuerpo que es en primer lugar hablado por la lengua del Ello.
Así pues, existe de entrada esta suposición que es ya una transferencia, un sujeto supuesto saber, allí donde algo habla, donde algo goza entonces, sin saber nada de ello.
El síntoma es el lugar privilegiado que ha encontrado el psicoanálisis para escuchar este saber que no se sabe a sí mismo en el cuerpo hablante. No hay cuerpo hablante sin síntoma. Y la clínica actual nos plantea una gran variedad de nuevas formas con las que el cuerpo habla y es hablado, formas que debemos estudiar a la luz de este nuevo término que viene al lugar del inconsciente freudiano: desde los nuevos síntomas de conversión, pasando por la angustia, siguiendo por las construcciones fóbicas y obsesivas, desde las formas de psicosis que llamamos ordinarias hasta las más floridas en el desencadenamiento y el delirio. En cada caso, la práctica y la experiencia del psicoanálisis parte de este misterio que habita en el corazón del síntoma y que llamamos “cuerpo hablante”, otro nombre del parlêtre lacanianio, del ser que habla bajo transferencia.


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