Texto publicado en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia en el dossier El porvenir de la intimidad (14/05/2014).
Dicen que Scarlett Johansonn se
arrepentirá toda su vida del día en que se le ocurrió hacerse aquella selfie enviada por teléfono a su pareja.
Su móvil fue hackeado para pillarle
una imagen que seguirá dando vueltas en el mundo virtual por los siglos de los
siglos. Por otra parte, a Demi Moore le chiflaba lanzar por Twitter las imágenes más íntimas de la
vida cotidiana con su pareja para goce y disfrute de todos sus fans y curiosos
varios.
Scarlett, celosa de su intimidad. Demi,
justo en el otro extremo, exhibiéndola para provocar celos en la intimidad de los
otros. Tal vez, pero ¿son tan distintas en realidad estas dos posiciones? La
misma expresión —“celosa de su intimidad”—, nos indica ya el terreno pantanoso
en el que nos movemos si oponemos tan simplemente el derecho de Scarlett a preservar
su vida privada y el público exhibicionismo de Demi. Porque ¿cómo podría uno estar
celoso de su propia intimidad? Mantenemos
con ella una relación paradójica, queremos preservarla de la transparencia ante
la mirada de los otros y a la vez no sabemos qué es lo que nos esconde ante nuestra
propia mirada.
A no ser que en esta intimidad tan
íntima se aloje finalmente una alteridad, la presencia callada de un Otro que
ignoro más que a mí mismo —y de ahí que lo escribamos con mayúsculas—, un Otro
del que será mejor entonces recelar y sospechar. San Agustín, citado por Lacan,
lo dijo primero y mejor que nadie: interior
intimo meo, más interior que lo más íntimo mío, allí donde habita la
verdad. Desde la perspectiva del inconsciente que se pone en acto donde el
sujeto menos lo esperaba, se trata siempre de la oscura transparencia que se
agita en la intimidad de cada uno. Creemos saber lo que escondemos en la
intimidad, pero en realidad ignoramos qué deseo anida en ella.
Démosle pues otra vuelta al asunto: hay
algo del exhibicionismo de Demi en el desliz de Scarlett, y hay también algo de
la celosa Scarlett en la ostentación de Demi. En el juego de espejos y miradas,
hay siempre algo que se hurta, algo que se encubre cuanto más se muestra y algo
que se esconde precisamente cuanto más se exhibe. Se trata en este juego del tupido
velo puesto sobre una verdad de la que no queremos saber nada. Hasta que un
lapsus, un acto fallido, un pequeño desliz la hace aparecer donde menos se la
esperaba. ¡Cuántas infidelidades descubiertas por un whatsapp no borrado a tiempo! ¡Cuántos fatídicos contratiempos al
enviar un mensaje a la dirección que no tocaba o al pasar al acto en el momento
más inoportuno! La tragicomedia de Dominique Strauss-Kahn fue un sonado ejemplo,
pero tampoco François Hollande se ha encontrado tan a salvo de lo inesperado. Dicho
de otra manera, mi inconsciente es mi propio y más celoso hacker, el que me hará saber de qué pie cojeo en el camino, más
bien tortuoso, de mi relación íntima con el goce y con la verdad que ignoraba.
En el debate actual que se mueve entre
el ideal democrático de absoluta trasparencia y el derecho irreductible a la
privacidad, algo se ganaría si tuviéramos en cuenta esta variable, tan
constante, del inconsciente que es mi propio secreto. Es tan secreto que, como
se ha dicho del secreto de los egipcios, llegó a ser secreto para ellos mismos.
En este punto, nadie está a salvo.
Los especialistas en protección de
datos nos avisan por ejemplo de que llevamos una bomba de relojería en el
bolsillo. Nuestros teléfonos móviles guardan tal cantidad de información
privada, sobre todo la que nosotros mismos ya hemos olvidado, que cualquiera
puede ser descubierto en su más querida intimidad sin poder defenderse del Gran
Hermano. Y entendemos entonces que ya no hay posible refugio seguro. Nos
pasamos el día resguardándonos en un laberinto de códigos, contraseñas, pins y passwords para terminar constatando lo inevitable: “por razones de
seguridad, no hay seguridad”, ironizaba El Roto. Aquel temido Gran Hermano está
hoy en cada uno de nosotros. Freud lo llamó Superyó.
Si la celosa intimidad es hoy moneda
de cambio ofrecida al goce del Otro, es porque la mirada global ha bajado de
los cielos para venir a encarnarse en la nueva religión privada de cada uno,
más banal y terrena que las religiones colectivas, pero no menos insidiosa. En
realidad, adoramos nuestra intimidad sin saber qué nos está diciendo con su
opaca transparencia. Porque la verdad que nos esconde no es del orden de la
mirada, no es del orden del espectáculo visual sino del orden de la palabra, de
la palabra dicha y escuchada, de la palabra callada y descifrada. Las verdades
que más nos importan vienen siempre a medio decir, escribía Baltasar Gracián.
En esta experiencia de la verdad más
íntima, el psicoanalista no deja de sorprenderse en su práctica cotidiana. De
buenas a primeras, en el primer encuentro con una persona que no lo conocía en
absoluto hacía tan sólo unos minutos, escucha el secreto que había sido
guardado tanto tiempo sin necesidad de contraseña alguna. Y un poco después,
hasta el secreto egipcio que se había estado escondiendo a sí misma.
La verdadera intimidad habita en las
palabras que hilvanan nuestras vidas, en su escondido sentido que no hemos
llegado todavía a descifrar y que espera nuestra lectura. Tomen una palabra que
haya marcado sus vidas, que los haya atravesado de forma irreversible, escuchen
y persigan las infinitas resonancias que la envuelven hasta intentar llegar a
su hueso, a su sinsentido más radical. Escucharán entonces lo que esconde su
celosa intimidad, con su oscura transparencia.
¡Y qué no llegarían a escuchar así de
sí mismas Scarlett la celosa y Demi la exhibicionista!
Celosos de nuestra intimidad -ésta de la que ignoramos el verdadero fondo- pero a la vez con afán de exhibirla, como a escaparate de vanidades y que muchas veces dista de nuestra propia realidad.
ResponEliminaQuizá sea la creación de un personaje, de nuestro no ser; o tal vez, del que querríamos ser…?
Interesante blog...
Saludos,
-MartinaH-