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05 de març 2014

Culpa y corrupción























Los vínculos inconscientes que existen entre la corrupción y los sentimientos de culpa son más bien paradójicos y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser secretos para cada uno. La historieta contada por el cómico americano Emo Philips lo resume muy bien: "Cuando era pequeño solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara." Así de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el goce y con la culpa. El cinismo del argumento no excluye la mísera verdad escondida en la operación: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de goce. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los entresijos del sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen responsable de un goce que nunca obtendré de manera impune.
Es sin duda una de la razones por las que, según los rankings internacionales, los países con menos corrupción son los más influidos por la tradición luterana, una tradición que no confía en modo alguno en la simple confesión de los pecados para lograr la absolución y la impunidad del goce. Es una tradición que ha criticado duramente la costumbre del tráfico de indulgencias —la compra del perdón—, principio de toda corrupción. No hay goce impune, responde el sentimiento de culpa al argumento utilitarista del cómico americano, tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar.
Si a este argumento añadimos la creencia en la reciprocidad del goce —si el otro lo hace, también puedo hacerlo yo— la lógica del virus de la corrupción está asegurada hasta en el mejor de los mundos posibles.
No es de extrañar entonces que todos los historiadores del fenómeno de la corrupción lo conciban como un hecho irreductible e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas, a veces como un mal menor, a veces como el principio mismo de su funcionamiento. La corrupción sería así “un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de reciprocidad”, tal como indica Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción. Siguiendo esta ley, no hay ningún favor desinteresado y gozar de una prebenda quedará siempre justificado.  A la vez, esta ley de reciprocidad autoriza a cada uno a gozar de lo que otro goza sin sentirse culpable por ello.
A partir de aquí, todo parece una cuestión de grado, de la mayor o menor suposición del goce del otro, del mayor o menor intercambio recíproco de prebendas, de más o menos concesiones para obtener el objeto de goce, esa bicicleta que cada uno exige como derecho propio. La creencia en el Otro que perdona y en el Otro que contabiliza el goce está en el principio del mercantilismo y de una parte de los vínculos sociales. En realidad, es una creencia tan religiosa como cualquier otra.
En nombre de esta creencia puede admitirse toda corrupción como algo relativo al tiempo y a la realidad en la que vivimos. ¿Quién se atrevería a sostener hoy, por ejemplo, como políticamente correcta la frase del gran Winston Churchill: “Un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia”? Sólo una cuestión de grado la distingue de las afirmaciones que sostenía hace poco Luís Roldán, ejemplo de corrupción de la sociedad española de nuestro tiempo, en una contundente entrevista: “La corrupción era y es estructural”.
Es, me dirán, sólo un problema de lenguaje, de la significación que demos a las palabras para sentirnos más confortables en la justificación intelectual del fenómeno de la corrupción. Pero entonces, será más cierta todavía aquella afirmación de Jacques Lacan: “El más corruptor de los conforts es el confort intelectual, del mismo modo que la peor corrupción es la del mejor”. Lo que quiere decir también que la primera corrupción a la que cedemos es la corrupción del lenguaje que modula y determina nuestros deseos.
Porque a todo esto ¿por qué y para qué quería usted esa bicicleta?

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