Pàgines

27 de febrer 2014

Nada bueno hay que esperar de los intentos de restauración de la figura de "Un padre"

"Me he equivocado y no volverá a ocurrir"

  

1.- ¿Por qué serían paradojales las relaciones entre la corrupción y la culpa?

La paradoja empieza con la idea de que los corruptos son siempre los otros y que eso nunca es responsabilidad mía. Sigue con la idea de que el corrupto lo es con el único fin de un beneficio y de un goce propios. Y sigue todavía más con la idea de que el corrupto nunca se siente responsable de ello, de que es alguien totalmente sin escrúpulos, sin sentimiento alguno de culpa, alguien que goza como nadie con el beneficio de su secreta corrupción. Si esto fuera tan cierto, la historia no estaría tan sembrada de corrupción explícita, de una corrupción muchas veces socialmente permitida, cuando no promovida desde la propia política. Alguien tan “políticamente correcto” como Winston Churchill pudo decir, no sin cierto cinismo, aquella frase que he citado y que hoy ningún político osaría defender: “Un mínimo de corrupción sirve como lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia”. O también: “Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla”. ¿Se justifica así la corrupción? El problema no es tan sencillo, pero todos hemos escuchado casos de corrupción llevada a cabo con las mejores de las intenciones.
Quienes han estudiado el fenómeno, como Carlo Brioschi en su “Breve historia de la corrupción”, han tenido que ponerse a cierta distancia de algunos prejuicios. No ha habido, en efecto, ninguna época de la historia sin una gran dosis de corrupción en los distintos ámbitos sociales y políticos. Y esta extensión de la corrupción viene siempre acompañada de un secreto sentimiento de culpa. Corrupción y sentimiento de culpa parecen así una pareja inseparable. Entonces, cuando este vínculo se hace demasiado evidente, la paradoja nos conduce hacia el polo opuesto: “¡Todos corruptos, todos culpables!”. Mire si no las primeras páginas de los periódicos de cada día.
La paradoja se mantiene en la medida en que creemos que la corrupción no supone en ningún caso un sentimiento de culpabilidad, sentimiento que según Freud es siempre inconsciente. El ideal del corrupto, el corrupto perfecto sería alguien que no sentiría en ningún caso ni un gramo de culpa, es decir un verdadero perverso. Los hay, es cierto, pero no tantos como creemos entre los que se consideran social o políticamente corruptos. Aunque cuando aparece alguno, también es cierto que no hay quien lo pare.
Por otra parte, el verdadero culpable, el que siente un intenso sentimiento de culpa, no sabe nunca verdaderamente de qué es culpable, como en los mejores personajes de Kafka. Tanto es así, que existe una especie, mucho más extendida de lo que creemos, diagnosticada por el mismo Freud como “delincuentes por culpabilidad”. Son los que delinquen o se corrompen para satisfacer un sentimiento inconsciente de culpa. Y los hay, se lo aseguro, los psicoanalistas los escuchamos a veces en los divanes, pero también pueden encontrarse casos en algunas historias de delincuentes conocidos, y en ejemplos de corrupción política reciente.


2.- ¿Podría usted ampliar la idea de que en los países de tradición luterana los estragos de la corrupción son menores que en los de tradición católica? Esa idea, ¿nos condenaría a los países del sur? ¿Y qué pasa en los EEUU?

Parece un hecho constatado por encuestas de este tipo, aunque no siempre sean ajenas a los fenómenos que pretenden denunciar con la elaboración de sus rankings internacionales de corrupción. En todo caso, es cierto que hay una importante diferencia entre la lógica del discurso católico y la lógica del discurso protestante con sus respectivas tradiciones. La tradición católica de la confesión de los pecados y de su posterior absolución, —por supuesto, siempre en el ámbito privado del sacramento de la confesión—, propicia sin duda la impunidad del goce. Puedo permitirme mejor una falta si preveo su confesión y su posterior absolución, algo absolutamente fuera de lugar en la tradición protestante que abomina de la confesión, especialmente de la confesión privada.
Pero solemos ver hoy también este fenómeno en el ámbito público de los medios de comunicación. Cada vez queda mejor, por decirlo así, confesar públicamente ya sean los errores, las faltas o los supuestos pecados. Y cuando no se hace o se intenta negar la culpa, se paga un precio.
El caso reciente del Rey Juan Carlos apareciendo en la televisión española pidiendo disculpas con su “me he equivocado y no volverá a ocurrir”, después de haberse hecho pública su afición a la caza de elefantes, es un ejemplo de ello. En realidad, era un desplazamiento de los casos de corrupción que han ido apareciendo en el seno de la propia familia real. Todo ello ha ido a la par de la caída de uno de los “semblantes” —como decimos los lacanianos—, uno de los símbolos mayores que sostuvo la llamada transición democrática española, el símbolo de la propia monarquía. La disculpa pública, impensable en una monarquía de antaño, ha tenido cierto efecto, entre patético y pacificador.
El caso reciente de François Hollande en Francia intentando separar lo público y lo privado con el descubrimiento de su infidelidad es un ejemplo inverso. De hecho, en Francia, estos asuntos no eran antes tomados tan en serio públicamente. Las infidelidades de Miterrand no produjeron por ejemplo tanto escándalo, y hasta su esposa pudo elogiarlas un poco: “François era así, era un seductor”.
En los temas vinculados con la corrupción está ocurriendo algo similar. También se pasa a veces del mayor escándalo a la complacencia más secreta. Hay cierta hipocresía social al respecto.
En todo caso, y para añadir más diferencias a las distintas tradiciones que articulan faltas, corrupciones y culpas, no debemos dejar de lado al Japón, donde la tradición shintoista implica una relación con el honor que puede hacer imperdonable seguir viviendo después de haberse descubierto una falta por corrupción. El honor japonés parece preferir el suicidio a la simple confesión pública o a la impunidad del goce.
Dicho esto, hay que señalar que el fenómeno llamado de la “globalización” está difuminando cada vez más las fronteras entre países y tradiciones, entre costumbres del norte y costumbres del sur, entre orientales y occidentales. Estamos ya en la época de la “post-humanidad”, como ha dicho Jacques-Alain Miller en alguna ocasión, donde la primera corrupción, la más generalizada, sea tal vez la corrupción del lenguaje mismo a escala global. Hay palabras que pierden su poder evocador, hasta de interpretación.


3.- Usted dice que el tráfico de influencias o prebendas está sancionado socialmente (en las formaciones luteranas) pero después dice que "comprada" la absolución, ésta puede tomar un matiz mimético, sin respetar tradiciones. ¿Cómo sería eso?

El tráfico de influencias está sancionado socialmente, incluso en el sentido de prohibido, pero en muchos casos también está regulado de forma más o menos institucionalizada. A veces, forma parte de manera explícita de lo que se da en llamar “el sistema”, y de ahí la idea tan extendida de que no hay corrupción en el sistema sino que el sistema es la corrupción. Pero no es por mimesis o imitación que eso se propaga. Lo que los estudiosos del fenómeno de la corrupción llaman “ley de reciprocidad” responde al hecho de que, —especialmente en política económica pero no sólo en ella—, no hay ningún favor desinteresado, nada se hace por nada. Gozar de una prebenda estará entonces siempre justificado y la supuesta reciprocidad se contagia entonces como un ideal muy singular, según el cual cada uno piensa que debe gozar de lo mismo que goza el otro. ¡Si el otro puede gozar de ello yo también! Este es por otra parte el principio de la publicidad, y también el principio de la corrupción. Pero en realidad no hay nada tan singular, tan irrepetible y tan inimitable como el goce de cada uno, empezando por el goce sexual. Es lo que Jacques Lacan llamó el goce del Uno. Y esto es algo que atraviesa siglos y tradiciones, lenguas y fronteras, y cada vez de manera más rápida en nuestro mundo de realidades virtuales. Cuando uno ve en qué se gastan a veces los beneficios de la corrupción, la cuestión tiene un lado tragicómico. Es la inutilidad del goce.

4.- Se lo pregunto (también) a la luz de la teoría del "chivo expiatorio" que desarrolló René Girard.

El deseo que está en el principio de los vínculos y conflictos humanos no puede reducirse a la mera imitación de un modelo en el sentido de la “mimesis” a la que se refiere René Girard, fenómeno imaginario que puede darse también en los animales. Un animal puede imitar una conducta, aprenderla siguiendo un modelo, pero esto no quiere decir que esté habitado por un deseo, que pueda llegar a subjetivarlo, que pueda dividirse ante él o incluso rechazarlo como un parte de sí mismo. En este punto, la famosa fórmula de Jacques Lacan, “el deseo es el deseo del Otro”, va mucho más allá de la idea de un “deseo mimético”—aunque piense inspirarse en él— e introduce una lógica más compleja sin la cual creo que no pueden entenderse las paradojas de las relaciones entre los seres humanos, ni el amor, ni el odio, ni la segregación. Para empezar, este deseo del ser que habla es ya equívoco de entrada, no tiene un modelo ni una norma, y es tan singular que no hay modo de imitarlo. El sujeto histérico es el que más intenta identificarse con este deseo del Otro, pero resulta que esa es a la vez su mayor fuente de insatisfacción. Este deseo del Otro es tanto el deseo del sujeto hacia el Otro como el enigma del deseo de este Otro hacia el sujeto.
No, no es por imitación como funciona el deseo ni tampoco el fenómeno de la corrupción. Más bien funciona por el contagio de una forma de goce, lo que es muy distinto.
La idea de Girard del “chivo expiatorio” es de hecho una forma de entender la necesaria segregación del goce del Otro, ese goce que siempre nos parece bárbaro, distinto, heterogéneo, hasta llegar al racismo. Hoy el chivo expiatorio puede ser el inmigrante, pero también la mujer maltratada.

5.- Si la corrupción es un hecho de estructura, ¿será acaso porque el sistema de jerarquías que ordena una sociedad jamás es igualitario?

Por supuesto, la jerarquía no será nunca igualitaria. La corrupción puede entenderse por este sesgo, siguiendo un eje vertical en las relaciones sociales de poder. Pero la corrupción es también y sobre todo un fenómeno vinculado al reconocimiento entre pares, entre sujetos de una misma clase, sea cual sea esa clase, siguiendo su horizontalidad y según la “ley de reciprocidad” a la que antes aludíamos. Muchas veces la propuesta de corrupción es más una afirmación de igualdad y de reconocimiento entre pares que no de afirmación de una diferencia en la estructura jerárquica del poder.
Hay aquí una paradoja difícil de tratar: cuanto más homogéneo e igualitario se pretende un grupo, más segregación interna se produce, más tendencia a la corrupción podrá encontrarse entonces. Es algo que Lacan anticipó de manera absolutamente sorprendente en los años sesenta, cuando el ideal comunitario, especialmente el de la Comunidad Europea, parecía la promesa de una integración en condiciones ideales de igualdad, incluida también la Europa del Este. El resultado es en la mayor parte de los casos una feroz segregación interna y un aumento notable de las críticas a la corrupción generalizada. Pero el mismo Claude Lévi-Strauss se encontró un poco abucheado al defender la necesaria diferencia y la separación de las poblaciones para mantener una convivencia soportable entre formas de gozar diferentes. La igualdad forzada por un lado retorna como diferencia segregada por el otro. Parece un virus para el que no encontramos antídoto.
El psicoanálisis propone una ética del deseo, lo que supone siempre una pérdida de goce, y eso es siempre una buena vacuna contra la corrupción.

6.- ¿Es posible que los chinos se hayan contagiado también? ¿Cómo pensar una absolución (un goce) "comprado" en la tradición confuciana?

Y sí, China ha entrando ya de lleno en el contagio, no hay duda alguna. Y además de una manera que parece mucho más eficaz, es decir, posiblemente mucho más arrasadora para la subjetividad de nuestra época porque la propia transacción de bienes, por ejemplo, no es entendida de la misma forma. Pruebe a negociar con un comerciante o con un empresario chino, no terminará de saber nunca si se ha cerrado o no el acuerdo. Es al menos lo que me comentan empresarios catalanes para los que las cosas deben estar siempre muy claras: al pan, pan… Tal vez la tradición del confucionismo, que según Max Weber toleraba mucho más que otras tradiciones una gran variedad de cultos populares sin proponer un sistema cerrado, esté en el principio de esta facilidad de contagio que es a la vez signo de una gran flexibilidad. Pero aquí de nuevo, por muchas puertas al campo que se quieran poner, como con el endurecimiento de la censura en Internet por parte del Gobierno chino, el contagio del lenguaje y de las formas de goce está asegurado. Y veremos adónde nos llevará…


7. - Seguro usted leyó la nota sobre las fortunas que algunos jerarcas chinos han escondido en ciertos paraísos fiscales. ¿Qué relación tiene esa cultura con la culpa y el goce, que es lo que queda sin responder en "Maonomics", el libro de Loretta Napoleoni?

No he leído todavía el libro de Loretta Napoleoni. La idea de que el “nuevo” comunismo chino puede ser mucho más eficaz, —eficaz también, por supuesto, en el peor de los sentidos—, que el “viejo” capitalismo occidental puede parecer sorprendente. Un neocapitalismo de trabajadores ideales, dispuestos a trabajar masiva y solidariamente sin sentirse explotados porque encuentran las promesas de su Estado realizadas de manera rápida, puede ser una maquinaria tan infernal como efectiva. Lo interesante es que todo ello parecería fundarse en la eficacia de un Estado-Padre que interviene sin contemplaciones en los mercados, sin dejarlos seguir la pendiente de su supuesto principio de autorregulación, ese “principio del placer” —en términos freudianos— que se nos ha vendido en Occidente como la mejor de las leyes del aparato psíquico-financiero. Y es cierto, el principio del placer, el supuesto principio homeostático de los mercados, fracasa por definición, tal como hemos comprobado de manera especialmente trágica durante estas últimas décadas. Es el fracaso del principio del placer descubierto por Freud y del que Lacan extrajo la nueva economía del goce, la economía de lo inútil. El fracaso del principio del placer parece tener un vínculo estrecho con la crisis de los Estados-Padre. ¿Cómo no evocar aquí de nuevo ese “declive de la imago paterna” que Jacques Lacan diagnosticaba hace ya unas cuantas décadas en Occidente como uno de los factores más sintomáticos de su malestar?
Pero, en fin, tampoco hay nada bueno que esperar de cualquier intento de restauración de esta figura de “Un Padre”, sea en el Estado que sea. Tampoco en China.
En todo caso, hay seguramente algo que aprender de todo esto, especialmente en la nueva y vieja Europa: era más lógico haber partido de una unidad política que no de una comunidad económica y monetaria como ha sucedido con el euro y los tratados de Maastricht. Pero es también más prudente partir de la diversidad de las identidades en juego que de la homogenización impuesta por la identificación con “Un Padre”.
La pluralización de los Nombres del Padre indicada por Lacan como un dato de la clínica psicoanalítica es un signo de nuestra era. Pero esto daría para otra entrevista.


21 de febrer 2014

The Paradoxes of Transference


(Lecture in the 7th Clinical Study Days of The Lacanian Compass, February 15, 2014, New York City)

If we define a paradox as a statement that apparently contradicts itself and yet still might be true, then the concept of transference is the best example of this in the field of psychoanalytical experience*. Transference is both the condition of this experience, and also the most difficult obstacle to overcome. Sometimes it is the most apparent reason for the subject’s cure, the cause of spontaneous therapeutic effects, especially if the analyst doesn’t intercept or block them. Sometimes, however, it is also the reason for the subject’s remaining attached to the secondary benefits of the symptom, according to that phenomenon Freud detected very soon as a “negative therapeutic reaction”.
In fact, any practice in the wide field of therapeutics is aware of this circumstance that psychoanalysis interprets according to the varied effects of transference. When specialist physicians observe that there are a lot of therapeutic effects due to the placebo phenomenon, or due to the mere presence and response of a professional, they verify, even without knowing it, the effects of transference upon the subject. They also verify these effects, moreover, when they complain about the lack of collaboration or about the subject’s negative reaction to the treatment. The problem consists in the attribution of these effects to a distortion, or even a falsification, of the correct and calculated effects of the treatment. The effects of transference, also in what we consider to be suggestion, often occur quietly, secretly, but in full view of everyone.
The first paradox of transference, therefore, is that it acts and works in the clinic like that intriguing object described in Edgar Allan Poe’s tale “The Purloined Letter”, commented on by Jacques Lacan in one of his firsts seminars. Transference is a hidden object that is at the same time in everybody’s view; an object that acts and works as a signifier of that which we don’t know the meaning of, and that secretly determines every character’s fate. Transference is the purloined letter that determines a full range of effects in the everyday clinic.
The merit of having discovered this purloined letter in the clinic, of having discovered the power and the mechanism of the transference phenomenon and of having designated it as an operative concept in the origins of psychoanalysis, clearly falls to Sigmund Freud. Freud also brought into the light of day the secret link between the unconscious and transference.

The Freudian term for transference is Übertragung, which also means translation, transcription, displacement from one point to another. The transference phenomenon was considered at first as a repetition of an original relation, a sort of transcription or translation of an original text. However, the question about what is repeated in transference is not answered as easily as the post-Freudians analysts thought. They reduced transference to a simple repetition of an original object relation, usually the mother-baby relation, which should then be recalled and even corrected in analysis. In the first place, this repetition would have to be interpreted to the subject as such. Lacan criticized this conception of transference as a simplistic reduction.
In fact, in his text “Psychotherapy of Hysteria”, Freud speaks of transference as a “false link” between the patient and the physician. It is a false link because of an unconscious representation that is tied, in its turn, not to an object but to a desire, an unsatisfied desire, a desire that already existed before any object relation was conceived. Transference as a false link with the analyst tells us, therefore, about the truth of an unconscious desire. We can see a new paradox: on the one hand, a false link, on the other, a true desire. The problem is not the supposed object that would be in the original relation, and that the transference phenomenon repeats. The question is the translation, the displacement of an unsatisfied desire, a desire that is always already a translation, a displacement in itself.
That is to say: there is no original text of the purloined letter of transference. The original is already a translation, a transcription of a lost original text, a loss that is desire itself, desire as caused by the lack of the object. If Freud can conceive of transference as a “false link”, this is not because there is an original or true object of desire, but instead because transference is always the question about the desire of the Other. There is no “true link” between the subject and the Other, but instead always a “proton pseudos”, an original lie at the origin of desire, as Freud was taught by the hysterical subject. This “false link”, then, will always be at the center of the question of desire.
And this is the moment when transference emerges as a phenomenon in the treatment, usually as the question about the desire of the Other. The analyst is the one who can assume this question that will constitute a knot in the subject’s relation, not to an original object, but to the unconscious itself.

I will give a short example of this — of transference as the question of the Other’s desire, a question that cannot be reduced and explained as a simplistic repetition of an original object relation.
The first time a young man comes to meet me, he says that he has dreamt of me the very night before he called for an interview. He didn’t know anything about me, except my name. In his dream, he drives me in his car. I am in the back seat. He cannot see my face, a face he doesn’t know and which he tries to discover in the rear-view mirror. There is a moment of anxiety in the dream when he realizes that the other can see him but that he cannot see the other. —What am I in the desire of the Other?— this is the question that will become a central question both in his life and in his analysis, as is the case for everyone. He knows where he is going to, to the analyst’s consulting room, but he doesn’t know where he comes from. At the precise moment when he is telling me about all this, in our very first meeting, and before any intervention on my part, he realizes the following: the problem that has brought him to the analyst is a conflict with his father, a father who was… a taxi driver. At this point, I agree with an emphatic and short intervention: —“Aha!” — “You know, —he adds quoting his father— one can never know who one is driving in the car”. And he is right, especially when the person you are driving in the car is the person to whom you will tell the most secret things of your life, the person you usually have in the back seat when you lie on the couch.
But here we also have the paradox of transference: in his dream he is going to the analyst driving the analyst himself. And not only this for, in addition, he is now telling his dream to an analyst that he is meeting for the first time. There are, therefore, at least three analysts in this short story: 1) the analyst the subject is driving in his car, the person he cannot see; 2) the analyst he is going to see and of whom he only knows the name; and 3) the analyst as the real person to whom he is telling all of this in the first interview.
It is worth underlining another fact that constitutes the turning point of this whole short story. The real presence of the analyst was necessary to open up the question about the desire of the Other that was included in the dream. The real encounter with an analyst was necessary, and also necessary was the act of speech, the word addressed to the Other, this real act that is impossible to predict, impossible to repeat. It is in this act of speech that the subject realizes the link between his dream and the question of his father’s desire that brought him to the analyst.
In any case, as Lacan posits, transference is at the beginning of psychoanalysis. This is certain in a historical sense: the encounter between the hysterical subject and Freud, the transference addressed to Freud as a person by the hysterical subject, is at the origins of psychoanalysis. But it is also certain in a structural sense: transference is at the beginning of every psychoanalysis; every subject arrives in a certain manner with the psychoanalyst in his car, even if he doesn’t know it. Lacan says somewhere that the question is to know where the analyst already was in the picture that the subject brings with him to the first encounter with the analyst. In the short story I have recounted, this question is very clear, but precisely because it is very clear, it poses the question even more acutely: Where is the real analyst? Which of the three figures of the analyst we have indicated is the most real analyst in the Lacanian sense?
I will answer as follows: none of them taken one by one, but all of them taken as the knot they form in the speech act of the first interview. If the real presence of the analyst is ensured by the person who has listened to the subject in that first interview, if the real analyst is supported by the person who has received the unconscious message of the subject and has confirmed the truth of that message, the message that links the dream with the question of the father’s desire, if this real presence can be ensured by someone, it is because there previously was someone in the back seat of the car and because this car is going somewhere, even if neither the driver, nor the passenger, for the time being, know where.
That is to say that transference is a knot formed by three registers: 1) the symbolic Other, the Big Other, the symbolic place of word and language that is supposed in the subject’s dream but also in the speech act in the first interview; 2) the imaginary other that the subject conceives as his interlocutor in the reality of this interview, 3) the Other reduced to his real, the Other that the subject cannot see in his rear-view mirror nor imagine when he is going to the analyst’s consulting room for the first time.

From this perspective, transference and its paradoxes are something more complex than a simplistic repetition of an original object relation, a repetition to which the post-Freudian analysts had reduced the transference. This reduction was always accompanied by a conception of transference as a dual relation between the patient and the analyst, a dual relation in which the resistance to the analyst’s interpretations and interventions was understood as the most important phenomenon in a non-empathetic relation. On the other hand, the power of transference was impossible to distinguish from the mere action of suggestion as a consequence of the overwhelming presence of this same empathetic relation. It has to be said that the general conception of the so-called “therapeutic alliance” in the Cognitive Behavioral Therapies of our time doesn’t go very far beyond this reductionism.

When Lacan begins his criticism of this reductionist conception in the 1950’s, he shows the complexity of the transference phenomenon by pointing to the three registers we have underlined —the Symbolic, the Imaginary and the Real— the very three registers that are implied in its structure.
Psychoanalytic interpretation depends on this structure of transference, understood as a knot. Let us quote two short paragraphs from Lacan’s 1958 text “The Direction of the Treatment and the Principles of Its Power”, where he poses this dependence as follows:
“Let me summarize. If an analyst dealt only with resistances, he would look twice before hazarding an interpretation, which he in fact does, but this prudence would suffice.
‘However, this interpretation, if he gives it, will be received as coming from the person the transference imputes him to be. Will he agree to take advantage of this error concerning who he is? Psychoanalytic morals do not forbid it, on the condition that he interpret this effect, failing which the analysis would remain at the level of crude suggestion.”[1]
An interpretation is received as coming from the person the transference imputes the analyst to be. We will see shortly that this imputation is in the first place a supposition, a supposition of knowledge. It is an “error concerning who he is”. In French, Lacan writes “erreur sur la personne”, literally an “error about the person”. It is the “false link” of transference that Freud had pointed out, and that makes it necessary to distinguish the Symbolic register from the Imaginary one.
From the point of view of an objective analysis, transference is an error, a mistake about the person; it is confusion between the Symbolic and the Imaginary places. The subject imputes the analyst to be someone else. And the analyst can only take advantage of this error in his interventions if he, at the same time, interprets this confusion in order to separate the two registers. Maintaining this confusion without interpreting it would reduce psychoanalysis and transference to a “crude suggestion.” Suggestion is, therefore, the reduction of transference to its Imaginary register, a reduction that fails to interpret its effects. Transference in its Symbolic register is the interpretation of suggestion itself. This is what Lacan remarks in his criticism of the general conception of the “therapeutic alliance”.
There is also a paradox in this remark that distinguishes transference and suggestion through the operation of interpretation. How can anyone take advantage of this error about the person and interpret it at the same time? Perhaps this effect could be interpreted in a second moment, but in any case the analyst must be in a certain symbolic place in order to interpret, and, at the same time, he must interpret the imaginary effects, the effects of suggestion, of this same place. In a certain way, the analyst has to exit with his interpretationfrom the same place that makes possible the effects of this interpretation. We can see the extreme paradoxicality of this operation. You might even say that it is impossible, and I would agree, but I would also add that it is by means of this logical impossibility that an interpretation deals with, touches a real point in the subject’s structure.
Let us give a well-known example, a Freudian example, that it is also a Lacanian example, that you will find in a beautiful text written by the American poet and novelist H. D., Hilda Doolittle. The text is entitled “A Tribute to Freud”. In this text, HD remembers her analysis with the famous Professor Sigmund Freud, which she undertook when Sigmund Freud was already in his seventies. There is an anecdote that carries a particular interest for us. HD had sent Freud a bunch of gardenias, his favorite flowers, for his birthday, a gift she never failed to give him on every birthday up until his death. On this occasion, however, she had forgotten to write down her name on the small note that accompanied the bunch of flowers. Freud was not very pleased with this oblivion and he replied back with a letter assuming that it was probably she who had sent the gift, and although he wasn’t sure, he added: “In any case, affectionately yours…” H D also didn’t know what had so suddenly enraged Freud. In her session she spoke with a certain indifference, a certain non-implication, until Freud interrupted her speech by beating with his hand on the head-piece of the couch and uttering the following words: “The trouble is —I am an old man— you do not think it worth your while to love me.” The impact of these words was too dreadful for her to add anything else, and she wondered about the meaning of what Freud meant to say.
Without any doubt, Freud was in a very admired place for Hilda Doolittle, as a professor, as an analyst, and as a man. She writes: “Exactly it was as if the Supreme Being had hammered with his fist on the back of the couch where I had been lying.”[2] With these words, however, the very Supreme Being who exercises such a great power of suggestion over her, speaks from this place to say that she doesn’t consider him to be such a loveable being. At this moment, the Supreme Being exits from its place. There is always, thus, a lie in the love of transference, an idealization of the object. In this sense, one can play with the equivocality of the subject’s words and say that the Supreme Being’s interpretation is beating on the very couch where she has been lying about the object of love.
Freud’s interpretation therefore strikes the subject and awakes her from suggestion, from her demand to be loved, by pointing to her division with the question: What do you want? What is the object of your desire? This is not an interpretation of the transference itself, but an interpretation that leans on transference in order to interpret its effects of suggestion.
We have to distinguish, then, at least two levels of the Other in transference and psychoanalytic interpretation.

            $ — transference —> A
            $ <—interpretation — A


Firstly, there is transference from the subject to the Other, the big Other that will be invested as the Other of transference, “the person the transference imputes [the analyst] to be”. And, secondly, there is the Other of interpretation, the place of the Other from which interpretation takes place, the Other from which the interpretation will be received precisely as an interpretation thanks to the original transference.      
The question may then be posed: is there an Other which could interpret the very transference to the Other that interpretation leans on?
We can see that a nice paradox emerges precisely in this place of the Other that could interpret the transference from within. It is a paradox that is very similar to the well-known paradox of Russell, which questioned the supposed foundation of mathematics upon a naïve set theory. It is the paradox that Bertrand Russell himself illustrated with the example of the barber: "The barber is a man in town who shaves all those, and only those, men in town who do not shave themselves." The question “Who shaves the barber?” results in a paradox that it is impossible to resolve, because according to the above statement, the barber can either shave himself, or go to the barber (who is, of course, none other than himself). Neither of these possibilities are valid: they both result in the barber shaving himself, but he cannot do this because he only shaves those men "who do not shave themselves".
The statement “the analyst that interprets the place of the Other of transference from where interpretation is received” would posit an Other of the Other in the same manner, an Other of interpretation that would contain the Other of transference that makes possible that very interpretation. There is no solution to this paradox, and all the misunderstandings in post-Freudian psychoanalysis concerning transference and counter-transference, concerning the interpretation of transference and the response to counter-transference, are in some way variations of this impossible solution.
            Lacan will take this paradox as a symptom of the particular structure of transference.
In fact, we may say that, properly speaking, there is no interpretation of transference. That is to say, there is no interpretation from a place exterior to the transference relation. Every interpretation operates and obtains its effects from the inner place that transference allocates to the analyst, from the person it “imputes him to be”. On the other hand, however, an interpretation must always be, in a certain way, an interpretation of the effects of suggestion of transference itself. It must use the place of transference in order to interpret the suggestive effects of this interpretation.
An analytic interpretation would ideally work, then, not – as in classical interpretation – as a machine that feeds the subject with more meaning, but instead, in exactly the opposite terms, as a  sort of self-boycotting device, a self-canceling system of meaning. The analytic interpretation made under transference tends to disable the very place of the Other that is, on the other hand, the place where meaning originates with all the suggestive effects of transference itself.

As Jacques-Alain Miller has recently outlined[3], the so called “great secret of psychoanalysis” for Lacan, the great revelation that would open up a new perspective in his teaching, was enounced in his 1959 Seminar “Desire and its interpretation”. This secret, which was a secret for psychoanalysts themselves, was revealed with the following formula: “There is no Other of the Other”.  This turning point, which has also been formulated by Jacques-Alain Miller with the expression “The Other without Other”, was produced at the moment when Lacan began to devalue the symbolic function of the Name of the Father, the signifier that had accomplished till then this role of the Other of the Other, the signifier that had completed and made consistent the place of the Other. Some years later, in 1967, Lacan added another formula constructed in a homologous way: “There is no transference of the transference”[4]. It was his way of showing the exit from the paradox of transference indicated above. There is no Other of the Other of transference, and there even is no Other of the Other of interpretation.

This paradox and its solution lead Lacan to show a hidden face of the transference phenomenon, a phenomenon that seems to be an intersubjective one, that is to say, a phenomenon that occurs between two subjects. Transference was indeed at first conceived by Lacan in his teaching as an intersubjective process, but this supposition was sustained by the idea of the existence of an Other of the Other, and this Other of the Other was the subject itself.
Transference as an intersubjective process, transference to a big Other that would encounter in the subject itself the reciprocity of an Other of the Other, leads to a paradox that is enunciated with the other well-known Lacanian formula for transference: the Subject Supposed to Know.
The “Subject Supposed to Know” is a conclusive version of the paradox of the Other of the Other in transference, or the paradox of the transference of the transference.
And the entire ethical question concerning the use of transference in psychoanalysis revolves around the use of this “Subject Supposed to Know” by the analyst.

What is this “Subject Supposed to Know”? In the first place, it is to suppose a knowledge in the place of the Other, the Other conceived as a subject, as another subject — or, also, as an Other Subject. This is the most superficial level of transference. You take the analyst as a Subject Supposed to Know and there is a good reason to address him. You take the car of your symptom and you drive to the analyst’s address. But there is another analyst in the car of your symptom, the analyst you don’t know but who is the true cause of your transference, or even of your “agalma”, to evoke Lacan’s term in his Seminar on “Transference”. This analyst has no face, no name and no representation. He or she is an object, in the Lacanian sense of the object, and you are driving it without knowing what sort of object it is. You don’t know what this object is, and you don’t know the knowledge contained in this object that concerns you.
At this point, we need to distinguish more carefully between the two French terms for knowledge: “la connaissance” —which is the knowledge of someone in the sense that you may feel that “I don’t know him, I don’t know who he is”— and “le savoir” —which is the knowledge that is supposed, the knowledge the object contains that concerns you and that you don’t know.
There is another knowledge in the back of the car, it is your unconscious knowledge, the knowledge of your symptom, the knowledge you don’t know but that you may suppose if you take it as a formation of your unconscious. As in the case of a dream, you may suppose there is a knowledge articulated even in its meaningless aspect, or you may not. It depends precisely on… transference.
At this point, however, we encounter another face of transference, or even another logic. Transference is transference with your unconscious, transference is to suppose a subject to your unconscious, to suppose that you are concerned as a subject with your unconscious and with your symptom. The logic of transference as Subject Supposed to Know is not, therefore, only or basically to suppose a knowledge to the Other but, first of all, to suppose a subject to the knowledge of your unconscious. You will find this remarked when Lacan introduces this new logic of transference as Subject Supposed to Know, as a criticism of his own initial conception of transference as an intersubjective process. In his inaugural text entitled “The Proposition of the 9th of October 1967 on the Psychoanalyst of the School”, he says, for example:
“The subject supposed to know is for us the pivot on which everything to do with the transference is hinged. [...] Here the levitator of intersubjectivity will display his finesse in asking: subject supposed by whom, if not by another subject? [And Lacan answers:] A subject supposes nothing, he is supposed. Supposed, I teach, by the signifier that represents him for another signifier.”[5]
The formula of the transference that Lacan proposes in this text follows the logic of this new conception:


We find on the upper level the link between a signifier S, the signifier of the transference, as Lacan points out, a signifier with an unknown meaning, and another signifier Sq, “that we shall call any signifier”, the signifier that represents the analyst at first, his name, for example, to which he is here reduced. We can see the car driving to the analyst in a line reduced to a link between two signifiers, with an unknown meaning. This is the transference at the beginning of analysis, before its development.
On the lower level we also have some signifiers, —S1, S2… Sn— ordered in a series, the series of signifiers of unconscious knowledge. This is the unconscious series of signifiers in the subject’s history that are also in his dream: a car, a father, an unknown passenger, perhaps a debt impossible to pay to this father… In fact, this series of signifiers were already on the upper level reduced, condensed, in a single link, the link of transference. But as a result of the real encounter with the analyst, this series acquires a meaning, a new meaning: the car is not a car, the car is a taxi with a taxi driver who is also a father.
And where is the subject? The subject, Lacan points out, is this small “s”, —“le signifié” in French—, the meaning we suppose to unconscious knowledge, the meaning that was “en souffrance”, in waiting, as the unknown passenger in the transference, the meaning that will only appear in the real encounter with the analyst. The analyst is only a Subject Supposed to Know, but he or she is also the only subject that takes a place in the transference.
That is to say: in the transference relation there is only one subject, supposed to the signifying link, and an object, which the analyst must support in this relation.
That is also to say — there is no intersubjectivity, as is shown in the beautiful poster that announces these Clinical Study Days: the man and the woman, they are not talking to each other, “inter” or between one another, but with an object where a subject may be supposed.

We can now pose a final question: who is the real analyst, the analyst that it is impossible to represent in the car of the symptom, the symptom that leads every subject to an analyst? Perhaps we will find some answers in the works that will be presented in these Clinical Study Days.
In any case, we must take into account this paradox: transference is the unknown passenger of psychoanalysis itself, and the destiny of psychoanalysis is the destiny of this unknown passenger in every psychoanalytical treatment that we conduct.






* I thank Howard Rouse for his proofreading of this text.

[1] Jacques Lacan, Écrits, (The first complete edition in English, translated by Bruce Fink), W.W. Norton & Company, New York – London 2006, page 494.
[2] H.D. A Tribute to Freud: Writing on the Wall-Advent, New Directions Books, New York 1984, page 16.
[3] In his conference “L’Autre sans Autre”, in the NLS Congress, Athens, 19 May 2013.
[4] In his Seminar XV, (29/11/1967). Also in Lacan, Jacques, Autres Ecrits, Paris, Seuil, 2001, page 325: “il n’y a pas de transfert du transfert”.
[5] Jacques Lacan, “Proposition of 9 October 1967 on the Psychoanalyst of the School, translated by Russell Grigg.

10 de febrer 2014

Fantasma e reale nella clinica lacaniana


















(Testo per la Conversazione Clinica della Scuola Lacaniana di Psicoanalisi, Milano 8-9 Febbraio 2014) — Texto en español

Iniziamo a distinguere la specificità dei termini che ci mettono in gioco per separarli dal loro uso psicologico*.

1.    Il fantasma, al singolare non sono le fantasie più o meno fiorite, più o meno ingannevoli in cui il soggetto intrattiene la sua immaginazione e i suoi sogni diurni, come li si chiama di solito. Il fantasma interviene indubbiamente in questi sogni, ma è più simile all’inchiostro invisibile del copione di una scena che si scrive in molteplici versioni, una scena originale che dovrà essere costruita anziché riprodotta nel ricordo. Freud è stato già molto chiaro a tale proposito nel suo testo del 1919, Un bambino viene picchiato: il fantasma, in senso stretto, il fantasma che più tardi Lacan qualificherà come “fantasma fondamentale”, è sempre costruito anche quando sembra essere ricordato come tale [come ricordo]. A partire di qua, il fantasma, più che essere interpretato come una scena immaginaria, sarà costruito come una frase, anche come un assioma, che definirà i termini nei quali si gioca il desiderio per ogni soggetto.

2.    Il reale, come sostantivo e non come aggettivo, non è la realtà che questo stesso soggetto dice di percepire come una unità più o meno consistente, più o meno completa, in rapporto con la realtà immaginaria del suo Io. Il reale interviene anche in questa realtà, ma sempre in un modo dirompente, frantumando la sua unità e il suo senso in modo irreversibile, seguendo la formula che Lacan ricordò, molto presto nei suoi scritti: il poco di realtà che ha il reale.[1] Da allora, il reale – termine che ci convoca al prossimo congresso dell’AMP con Un reale per il XXI secolo – sta necessariamente più in là della realtà percepita e modulata secondo il principio che Freud formulò come “principio del piacere”. L’incontro con il reale sarà allora per ogni soggetto qualcosa di sempre imprevisto, fuori tempo, fuori senso, persino traumatico.

3.    Nella clinica lacaniana, cioè in una clinica che ha un’unica base: “Ciò che si dice in una psicoanalisi”,[2] nella misura in cui ciò che si dice si ascolta orientato dal reale, ovvero da quello che non cessa di non scriversi in quello che si dice, secondo una delle definizioni date da J. Lacan del reale. In questo orientamento J.-A. Miller ha potuto recentemente indicare quanto segue: “C’è qualcosa di paradossale nel fatto che nella nostra clinica, il termine fantasma si sia in qualche modo cancellato, mentre ci appassioniamo a identificare e discernere la fine di un’analisi come se, per una sorta di divergenza, riservassimo il problema del fantasma per il fine analisi e lo eliminassimo dal lato della clinica. È il luogo dove per Lacan si giocherà il fine analisi quando definirà la passe come la soluzione alla impasse essenziale del soggetto nel suo rapporto con il significante”.[3] Per questi motivi, conviene allora rileggere a partire dal registro del reale la dimensione e il luogo del fantasma in una clinica che si chiarisce al tempo stesso con le testimonianze di passe nelle quali l’articolazione tra fantasma e reale diventa sommamente decisiva.

Scritture del fantasma

Una volta distinti i termini, ricordiamo brevemente come fu necessaria la loro introduzione per render conto dei fenomeni nella clinica freudiana.
Di fatto, fu Sigmund Freud il primo che ricorse alla nozione di fantasma (Phantasie) per spiegare il valore causale della scena di seduzione nei casi di isteria. L’abbandono della sua teoria di una seduzione accadeva in realtà per spiegare il sintomo – “ormai non credo più alla mia nevrotica”[4] – spostò questo valore causale alla struttura di un fantasma la cui verità si formulava come un proton pseudos, come una menzogna originaria. A partire da allora il fantasma è la sede di un’altra causa diversa da quella che la scienza cerca nella realtà secondo una legge di causalità lineare che confonde inevitabilmente verità e causa reale. La nozione di “realtà psichica” (Psychische realität) occuperà per Freud il nuovo spazio di una casualità che include il più reale della causa nel fantasma del soggetto.
Fantasma e reale si annodano in un modo che non consente la loro separazione senza che ognuno si dissolva nell’altro. Se il nodo si scioglie, una delle due: o il reale è un puro fantasma, o il fantasma è l’unica cosa che vi è di reale. Indichiamo tra l’altro che la stessa fisica del nostro tempo si è vista a volte trascinata verso questo stesso paradosso: se si scioglie il nodo indissolubile che c’è tra l’osservatore e il reale che dice di osservare, o non c’è altro reale che la “coscienza” – questo fantasma che percorre il pensiero dell’Occidente – oppure questo reale sparisce in quanto tale di fronte all’osservatore.[5]
In questo modo, il fantasma e il reale si annoderanno anch’essi in un rapporto di congiunzione/disgiunzione nella clinica freudiana dell’Uomo dei lupi, così come l’ha ricordato Domenico Cosenza nel testo di presentazione di questa Conversazione seguendo il riferimento di Lacan: “Prendiamo l’esempio dell’Uomo dei lupi. L’importanza eccezionale di questa osservazione nell’opera di Freud, è di dimostrare che il piano del fantasma funziona in rapporto al reale. Il reale dà supporto al fantasma, il fantasma protegge il reale”.[6] Sappiamo l’importanza che ha avuto per Freud e per il destino dello stesso soggetto Sergei Pankeiev la fissazione della scena fondamentale del suo fantasma, la visione della scena primaria del rapporto sessuale tra i genitori e il suo rapporto con il famoso sogno dei cinque lupi posati nei rami di un albero con lo sguardo fisso nel soggetto. Questo oggetto centrale dello sguardo è lo stesso sguardo del soggetto inquadrato nella finestra del fantasma. Sappiamo pure il grande interesse di Freud nel fissare la data esatta dell’esperienza del soggetto di fronte al reale di quella scena, fino al punto che lo stesso Lacan non ha dubbi a indicare che la pressione esercitata da questo interesse sul soggetto non fu estranea ai suoi episodi psicotici. Ma ciò che ci interessa indicare ora è stato uno dei risultati dello sforzo formalizzatore di Freud nel cifrare la scena fondamentale del godimento del soggetto fino a trovargli la seguente scrittura:

n + 11/2 anni

L’indicazione di Freud[7] lascia in questo modo a nudo il reale del fantasma fuori dal tempo cronologico della vita del soggetto, facendo dipendere la sua fissazione dalla variabile n in rapporto con la parte costante della formula: 11/2.  Di fatto è una sorta di matema freudiano del fantasma che vincola mescolando insieme qualcosa di impossibile da quantificare, n, con qualcosa di quantificabile; una parte reale impossibile da rappresentare e una parte simbolizzabile per scrivere la struttura della scena immaginaria. Sia il sogno che il fantasma si ordinano attorno a questo reale che non cessa di non scriversi in ciò che il soggetto riferisce della sua esperienza. C’è in questo modo un punto in comune tra il sogno e il fantasma dell’Uomo dei lupi. È un punto di identità tra l’ombelico del reale che lo sguardo dei lupi fa presente nel sogno e lo sguardo del soggetto stesso nella sua impossibilità di incontrarsi con il reale del fantasma della scena primaria del rapporto sessuale tra i genitori. Se il sogno si produce come una formazione dell’inconscio, come una realizzazione del desiderio del soggetto attorno allo sguardo come ombelico del reale, il fantasma si costituisce come una difesa di fronte a questo stesso reale che divide il soggetto.
È quello che la formula lacaniana del fantasma scrive nell’ unione/separazione del soggetto diviso:

($<>a)

Si tratta di un oggetto che il soggetto è nel suo fantasma, – uno sguardo in questo caso – ma anche un oggetto dal quale si separa per costituirsi come soggetto del desiderio nel suo incontro – un incontro che è sempre un incontro fallito – con il desiderio dell’Altro. In questo rapporto di unione e separazione tra soggetto e oggetto – rapporto segnato dal simbolo <> – il fantasma si costituisce come una difesa di fronte al reale, ma anche come la sua unica porta di accesso per il soggetto del desiderio. Di fatto, così come indicava Lacan, alla fine “non c’è altra entrata per il soggetto nel reale che non sia il fantasma”.[8] In questo modo il fantasma si costituisce come difesa, come tenda o schermo di fronte all’impossibile da rappresentare, di fronte all’impossibile del rapporto sessuale e al tempo stesso come l’unica via d’accesso a questo stesso reale che resta inevitabilmente opaco, fuori senso nel fantasma.
Tuttavia, in questa operazione, compie anche una funzione preminente, quella di fissare un oggetto per la pulsione che non ha, per struttura, un oggetto predeterminato. Di fatto, la pulsione, diversamente dall’istinto che sa in quale oggetto deve soddisfarsi per necessità, non ha scritto nel suo programma in che oggetto deve soddisfarsi. La pulsione non suppone nessun rapporto d’oggetto, è pura domanda di soddisfazione in un circuito di andata e ritorno sul soggetto stesso, un circuito di godimento autoerotico per struttura.
In questo senso, così come lo indica J.-A. Miller, “la vera relazione d’oggetto si trova a livello del fantasma […] non si colloca a livello della pulsione […] che ha lo statuto di una domanda e di una domanda più imperativa nella misura in cui è inconscia […] La relazione con l’oggetto non si colloca a livello della pulsione, ma del desiderio e questo per la mediazione del fantasma”.[9]
Al tempo stesso e per questa stessa ragione “il fantasma eclissa la pulsione”, allo stesso modo in cui la percezione della realtà eclissa il reale impossibile da rappresentare.

La lettera del fantasma e il reale del sinthomo

Così c’è sempre e necessariamente qualcosa che non cessa di non scriversi in ciò che il soggetto racconta della sua esperienza fantasmatica, un reale che sopporta il fantasma, ma anche un reale di fronte al quale lo stesso fantasma si costituisce come difesa. Sottolineiamo qui che il termine supporto, utilizzato da Lacan a proposito di questa funzione del fantasma, è lo stesso termine che ha utilizzato in varie occasioni per collocare in modo molto presto un concetto che avrà un lungo percorso nel suo insegnamento, l’istanza della lettera nell’inconscio: “Designiamo con lettera il supporto materiale che il discorso concreto prende dal linguaggio”.[10] In seguito, nel suo testo Lituraterre, utilizzerà il termine “appoggio”[11] per collocare questa istanza della lettera come diversa dal significante. Ed è un supporto o appoggio che potrà trovarsi anche nel corpo del sintomo come luogo di scrittura di un godimento, come iscrizione della soddisfazione della pulsione.
In questo modo si anticipa, seguendo il filo di questa istanza della lettera nel fantasma, quella parte del sintomo che permane come opacità di godimento, fuori senso, parte alla quale si ridurrà la funzione del sinthomo alla fine dell’analisi. Il sinthomo funziona di fatto come un una mescola formata dal fantasma e dal sintomo, lì dove si trova la lettera come punto d’intersezione di entrambi. La funzione del sintomo, alla quale verrà ridotto il sintomo una volta svuotato dal senso che il fantasma gli prestava, è una funzione operata dalla lettera come iscrizione del godimento che rimane fuori senso per il soggetto. In questa funzione, quello che non cessa di non scriversi del reale rimarrà iscritto grazie alla contingenza di un incontro.
Vediamo un eccellente esempio di questa articolazione tra il fantasma e il reale attraverso la funzione della lettera in una testimonianza di passe che abbiamo potuto commentare recentemente.[12] Si tratta delle riscritture successive di un fantasma – essere ridotto allo scarto dell’oggetto anale – che ha la sua articolazione nel sintomo – una anoressia pervicace – a partire dalle seguenti scene: “Prima scena: a pochi mesi mi avevano lasciata nuda nella culla. Con la cacca mi impiastricciai la faccia e sporcai il muro. Seconda scena: la uaua (acqua,) mi ripuliva nella bacinella del bagno; presi il rossetto che c’era nella mensola e ancora nella culla mi dipinsi il viso e scarabocchia il muro.” Una seconda articolazione si produrrà con un’immagine che impressionò il soggetto nella pubertà: “la sigla RIF – Richtiger Idischer Fetz – il sapone della vetrina del museo dell’Olocausto a Gerusalemme mentre lo sguardo di un bambino affamato promesso al sacrificio mi interpellava dalla gigantografia che occupava un luogo preminente nella sala in cui mi trovavo”. Il fantasma si depurerà via, via a partire da un incontro fallito con il reale, fatto presente qui dalla riduzione dell’essere umano al resto più ripugnante: “L’espressione, probabilmente ascoltata nella scuola inglese che frequentavo nell’infanzia – ebrea di merda, mette in rapporto l’S1 e lo scarto/rifiuto, che congiunge nella sua formulazione l’oggetto anale della prima scena e l’oggetto orale con cui, secondo un’espressione paterna, si alimentava mia madre: – Nie jiesc smieci! Non mangiare spazzatura! – gli dice lui nell’osservare il contenuto del piatto che lei si era preparato”.
Sottolineiamo che nelle prime scene infantili non c’è in un primo momento ness’un altro personaggio. Si tratta del rapporto del soggetto con gli oggetti del suo corpo, che occupa qui il luogo dell'Altro, del godimento come Altro, si tratta del rapporto con gli escrementi come resti e con l’attività di imbrattare, dipingere, persino scrivere. Il soggetto si imbratta, dipinge se stesso con gli escrementi e sporca con essi i muri. Il corpo e la parete sono in questo modo la superficie, il luogo in cui l’oggetto anale diventa una specie di scrittura. Nella seconda scena c’è una certa trasformazione di questa attività, più igienica del resto, – una certa sublimazione anche dell’oggetto anale in un oggetto agalmatico per la femminilità – passando dall’escremento al rossetto per le labbra utilizzato per dipingersi il viso e poi scrivere nella parete. Sono due scene nelle quali il reale con il quale si imbatte il soggetto troppo presto – sempre fuori tempo, mai preparato ad esso –, è il reale di un godimento del corpo che rimane fuori dalla cornice del simbolico, del significante, e che prenderà un’altra strada per vincolarsi al simbolico del linguaggio a partire dal registro del reale, la via della lettera.
La lettera, la scrittura, come indicava Lacan a proposito della lettura nel suo seminario del testo Lituraterre, la lettera sta nel reale e il significante nel simbolico.[13]
L’istanza della lettera riappare nella seguente immagine collocata nella pubertà del soggetto, con le lettere RIF iscritte nel sapone della vetrina del museo dell’Olocausto. La lettera è qui scritta nello stesso oggetto del fantasma, il sapone che contrasta con l’oggetto escrementizio della scena precedente dell’infanzia. Sono tre lettere che sono passate alla storia del cosiddetto Olocausto come la cifra dell’orrore sacrificale più abietto, quello che riduce il corpo del soggetto a un resto, a un oggetto residuale, riciclato poi il un oggetto dedicato alla pulizia. Non si tratta qui di verificare o meno l’esattezza di questa operazione attribuita all’abiezione dell’Altro, ma del vincolo che questa scrittura avrà per il soggetto con un altro oggetto, questa volta un oggetto scopico: con lo sguardo del bambino affamato, a sua volta promesso al sacrificio dell’Altro. Sguardo, corpo ridotto a un oggetto dai limiti imprecisi, corpo che cancellerà le forme in un dimagrimento progressivo, corpo che si cancellerà anche come una lettera nel campo del godimento. Proprio in questa via si costituirà il sintomo del soggetto e il suo nodo con il fantasma.
Sottolineiamo infine lo stretto legame di questo percorso pulsionale, percorso anche di tutta un’analisi, con una forma di scrittura, una forma che va dal velo del pudore necessario per diminuire l’orrore dell’oggetto più inumano, velo che ciononostante aveva lasciato il soggetto preso nelle reti della ripetizione e del sintomo, fino alla scrittura finale di ciò che ella stessa colloca in questa “traccia insensata dello scritto nel corpo e nell’incontro traumatico con lalingua
È lì che il soggetto può leggere finalmente ciò che si è scritto del reale nel suo fantasma, quale oggetto stava sotto i veli del pudore, per quanto sottile il corpo si nascondesse in essi. È lì che, riprendendo l’espressione di J.-A. Miller, “questo campo del fantasma funziona come un reale”.[14]

(Traduzione di Erminia Macola e Pilar Sánchez Otín)




[1] Il riferimento è a André Breton e al suo Discorso sul poco di realtà, in J. Lacan, Lo Stadio dello
 specchio come formatore dell’Io, Scritti I, Einaudi, Torino 2002, p. 90.
[2] J. Lacan, Ouverture de la Section Clinique, in “Ornicar?”, n. 9, p. 7.
[3] J.-A. Miller, Presentazione del Seminario VI, (Conferenza alla Mutualità, Maggio 2013). Pubblicata nella rivista digitale Latigazo, 1 e 2).
[4] S. Freud, Lettere a Wilhelm Fliess (1887-19049), lettera 69, Bollati Boringhieri, Torino 2008.
[5] Dall’astronomo e matematico Sir James Hopwood  Jeans del secolo scorso —“L’ universo comincia ad assomigliare più a un grande pensiero che a una grande macchina”— fino all’altro astronomo  Martin Rees del nostro secolo —“L’universo esiste perché abbiamo coscienza di esso”—. Si veda, ad esempio, Bruce Rosenblum y Fred Kutner, Quantum Enigma. Physics encounters consciousness, Oxford University Press , 2008.
[6] J. Lacan, Il Seminario, Libro XI, I quattro concetti fondamentali della psicoanalisi, 1964, Einaudi, Torino 2003, p. 42.
[7] “Probabilmente proprio a causa della sua malattia il bimbo si trovava nella camera dei genitori. Questa malattia, la cui esistenza è confermata dalla diretta tradizione familiare, ci permette di situare l’evento nell’estate e quindi di attribuire al bambino (nato il giorno di Natale) l’età di n + 11/2 anni”. S. Freud, Dalla storia di una nevrosi infantile (Caso clinico dell’uomo dei lupi), Opere, VII, Boringhieri, Torino 1977, pp. 514-515.
[8] J. Lacan, La logica del fantasma, Altri scritti, einaudi, Torino 2013, p. 322.
[9] J.-A. Miller, Presentazione del Seminario VI, cit.
[10] J. Lacan, Scritti, I, Einaudi, Torino 2002, p. 490.
[11] “È la lettera come tale a dare appoggio al significante seguendo la legge della metafora”; J. Lacan, Altri scritti, cit., p. 17.
[12] La testimonianza offerta da Paula Kalfus, El arrebato y sus rodeos, al tavolo degli analisti della Scuola, nella recente XX giornata della EOL, Encrucijadas del analisis. Una cita con lo real,  avvenuta il 24-25 novembre 2013. Il testo è ancora inedito e lo citiamo dall’originale trasmesso dall’autrice.
[13] J. Lacan, Il Seminario, Libro XVIII, Di un discorso che non sarebbe del sembiante, 1971, Testo stabilito da J-A. Miller, Edizione italiana a cura di A. Di Ciaccia, Einaudi, Torino 2010, p.113.
[14] J.-A. Miller, Presentazione del Seminario VI, cit.