A la memoria de Serge Cottet
Escribir sobre música
—dicen que decía Frank Zappa— es más o menos como bailar sobre arquitectura. Es
decir, imposible. Tal vez por eso lo intentamos. Sobre música sólo se puede
hacer música, no vale hacer de ella una forma de expresión —como dicen todavía—
de la que podríamos obtener una traducción en palabras. Ni tan solo una
transliteración.
Esto viene a cuento
después de haber escuchado el disco After Bach de Brad Mehldau, tal vez la interpretación —una suerte de reescritura—
más impactante que hemos conocido de Bach, con el permiso de Glenn Gould. Ya
querríamos nosotros saber interpretar a Bach para leer como conviene esta obra
de uno de los mejores pianistas que no dejamos de escuchar, siempre con la
sorpresa sonora que atraviesa el lenguaje. ¡Como si fuera posible hacer música
desde afuera del lenguaje! Y es que el propio Brad Mehldau nos lo avisa, cuando
relee el dicho de Stravinsky, en su escrito Wisdom in music (léanlo, se encuentra en su Web): “We cannot put in words what is
essential about music.” Brad Mehldau va un poco más lejos: “It is probably more
reasonable to say that we cannot put in words what is essential about anything.” La música, entre las palabras
y lo inefable. Y a pesar de ello, acaba escribiendo Brad Mehldau, la música nos
habla. Y, como en el caso del autismo —sí, hay siempre una suerte de autismo en
la música, en su goce que se repliega sobre sí mismo—, seguramente tenemos
alguna cosa para decirle.
Topamos entonces con
el objeto de la voz, aquel objeto a
que Jacques Lacan aisló del común de los objetos perceptibles, el objeto
silencioso que anida en cada sonido, o entre ellos, el objeto que nos es tan
cercano como ajeno y que se nos aparece en la música como si fuera posible
hacerlo presente fuera del lenguaje, fuera del discurso de las palabras al
menos. ¿Podemos hablar entonces del “lenguaje de la música”? Sólo por un abuso,
precisamente, de lenguaje. Del transcurso de la materia sónica en el tiempo —de
hecho, ese es el real de la música— podemos construir una lógica, la de las
notas y sus intervalos, podemos hacer también una escritura en el pentagrama.
Pero de la música no podremos hacer nunca un lenguaje en sentido estricto,
aquel lenguaje doblemente articulado en fonemas y monemas como exigía la lingüística
de André Martinet. También sería abusivo hacer de ella una sintaxis y una semántica,
por mucho que queramos estirar la analogía entre música y lenguaje. Tal vez más
cercana a lo real de lalangue —la
lengua escrita todo junto, de la que Lacan decía que el lenguaje es sólo una
elucubración—, la música es antes que nada un goce del cuerpo que habla, una satisfacción
pulsional que resuena en todo el cuerpo. Y es por ello que sí se puede bailar
la música. Tal vez no haya modo de no bailarla, por poco sensibles que seamos a
su impulso, aunque sólo sea tamborileando los dedos sobre la mesa para seguir
el ritmo de una canción.
Lo que es seguro,
añade Brad Mehldau, es que la música no es ninguna forma de expresión de un
sentimiento o de una idea previa, como quieren hacer creer algunos teóricos al
describir la experiencia musical. La presencia pulsional que la música
introduce en el cuerpo, su objeto a,
no es interpretable —en todos los sentidos de la palabra— a partir de otros
circuitos pulsionales. Podemos tocar, ver o degustar la música sólo a través de
una metáfora sinestésica, aunque músicos como Skriabin o Sibelius hayan querido
hacer de esta sinestesia un cierto método. De la misma manera, otro teclista
ilustre, Keith Jarrett, se quejaba un día al público interrumpiendo un
concierto en directo cuando le hacían fotografías —¡Cuándo entenderán que la música
no se puede fotografiar! Tete Montoliu, otro pianista que nos es cercano, también
lo sabía, incluso diríamos que gracias a la experiencia personal que le imponía
su ceguera de nacimiento.
Vayamos pues a
escuchar After Bach. After, después, pero no Beyond, más allá. Mehldau toca cinco de
los cuarenta Preludios y Fugas canónicas de Bach intercalando cinco respuestas
suyas, cinco resonancias que la escritura del músico barroco ha producido en su
cuerpo. Todo ello con un preludio —Before
Bach— y un final —Prayer for Healing—
que dejan el conjunto muy abierto a su audición. Por ejemplo, después de una
fina interpretación del Preludio número 3 en Do sostenido Mayor, Mehldau nos
ofrece un Rondo que vuela ligero escaleras arriba para hacérnoslas bajar de
inmediato con el vértigo de quien descubre el laberinto sonoro que lleva,
inevitable, el sello de Bach. Reconocemos en él el plano del laberinto, muy
bachiano, pero nos distraemos gustosos en las idas y vueltas, en las disonancias
y contrapuntos, muy mehldanianos, que nos conducen por pasillos que no habíamos
escuchado nunca pero que sabíamos que estaban allí, como aquella parte de nuestra
casa que no conocíamos y que se nos aparece, extraña, en los sueños. Y así una
pieza tras otra, haciendo un injerto del barroco musical con el jazz más
transversal de nuestros días. Nada que ver con la operación, más o menos
fallida, de interpretar a Bach a ritmo de swing, lectura tan agradable como
culturalista que hizo, por ejemplo, un Jacques Louissier en los años sesenta. No, Mehldau nos muestra
los planos de la casa de Bach alzados con la tinta invisible de su objeto a, de la voz que le habla y que sabe
hacernos escuchar entre silencios sabiamente dispuestos en el pentagrama. De
hecho ¿no es eso mismo lo que Bach hizo con la frase inicial, el aria de quien
siempre se discute la autoría, a la hora de construir sus inolvidables Variaciones Goldberg? El tema de
partida, treinta y dos compases —algunos sostienen que los ocho primeros son ya
una cita de una Chacona de Haendel—,
es el plano de un edificio que se irá construyendo en una serie de variaciones
de una implacable lógica interna. Quiere decir que Bach, a partir de la cita de
otro, desarrolla una serie de citas recursivas sobre su propio tema de partida.
Todo ello, hay que recordarlo, para suavizar las noches insomnes del conde von
Keyserlingk. Y la implacable lógica
interna no disminuye en nada su libertad en la composición. Hasta llegar a
Mehldau citando a Bach.
Entendemos entonces
que la música de Bach atraviesa buena parte de las músicas que se han hecho
después —la de Brahms, la de Bartok, la de John Coltrane o la de Miles Davis—
así como buena parte de las músicas posibles que se puedan hacer hoy. Sólo que
algunas no lo saben todavía. Mehldau lo sabe y es un gusto que nos lo haga
saber con After Bach.
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