(Intervención en el Curso de Jacques-Alain Miller, Paris, 24 de Junio de 2017)
Si
hay un debate que encarna de manera paradigmática en España la querella entre
sus pueblos y sus formas diversas de gozar, ese es el debate sobre la querella
interminable entre las dos grandes cimas de la poesía del barroco español del
siglo XVII, don Luís de Góngora y Argote y don Francisco de Quevedo y Villegas.
Digamos
de entrada que, en opinión de los estudiosos, la querella entre Góngora y Quevedo
—o entre Quevedo y Góngora para que no se enfade todavía hoy uno más que el
otro— podría ser una querella tan inventada y mítica como cierta y verdadera.
Unos la leen como una construcción a
posteriori que la tradición literaria habría transmitido a partir de lo que
habría sido un simple episodio de juego poético, un puro ejercicio de estilo de
dos grandes malabaristas de la lengua que gustaban de lanzarse los insultos más
ingeniosos: Góngora, el representante del culteranismo —más artificioso y clasicista—
y Quevedo, el representante del conceptismo —más llevado por el ingenio del
concepto y de la agudeza—. Otros leen, sin embargo, esta querella como una
verdadera y cruel lucha ideológica por el poder político y poético de la época
en un momento clave del declive del Imperio Español que ya no volvería a
levantar cabeza. Las dos Españas clásicamente enfrentadas encuentran hoy, en
efecto, un modo de hacerse representar en estas dos posiciones atravesadas por
una misma lengua pero por formas de gozar que no pueden reconocerse entre
ellas, que parecen destinadas a la recíproca y fatídica exclusión.
Me
he sumergido gustoso estos días en la abundante y densa literatura producida
entorno a este episodio de la cultura española que sigue desatando todo tipo de
pasiones entre gongorinos y quevedistas. He aquí los retratos que obtenemos.
De
un lado, Don Luís de Góngora: provinciano andaluz de la ciudad de Córdoba,
formado en la Universidad de Salamanca y que accede por su propio pie a la
Corte de Valladolid, descendiente de judíos conversos, de los judíos que habían
sido expulsados de España hacía un siglo, sin vocación política expresa,
vividor y amante del juego de las cartas y de la vida disoluta, sin aprecio por
el dinero ni por la vida cristiana cuyas leyes quebranta sin demasiada
vergüenza. Es en ese momento el poeta ya consagrado y reconocido, que ha
marcado el corte radical con la tradición renacentista, autor de las
“Soledades”, impresionante edificio barroco de la lengua que retuerce palabras
y sentidos danzando sobre el vacío para entregarnos a cada pirueta un plus de
gozar como oro en paño. Don Luís de Góngora, el “nuncio canoro” de la lengua
(el gallo que canta al amanecer del lenguaje), el que motivó uno de los pocos
apelativos que Jacques Lacan se dio a sí mismo, “el Góngora del psicoanálisis,
según dicen, para servirles”[1].
Del
otro lado, Don Francisco de Quevedo: hidalgo castellano de la ciudad de Madrid,
formado en los jesuitas y estudiante de teología en la Universidad de Alcalá de
Henares —lo que quiere decir la mayor excelencia académica de la época—, rodeado
desde siempre de los nobles y potentados de la Villa y Corte —el Madrid más
realista y palaciego—, con una vocación política y un gusto por las armas que
siempre quiso anteponer a las letras, feroz antisemita, devoto y estoico
cristiano que no dudará sin embargo en adentrarse en las zonas más oscuras y
escatológicas de los goces y las lenguas. Es el joven provocador que lanzará
toda clase de insultos e improperios al reconocido maestro, diecinueve años mayor
que él, su Góngora obsesivo, su “Gongorilla, perro de los ingenios de Castilla”
tal como lo apodó en uno de sus furibundos ataques. Cojo de nacimiento, algo
deforme y con una severa miopía, huérfano de padre a los seis años, de infancia
triste y solitaria, supo hacer muy pronto de la lengua una substancia de goce
apta para decir lo más con lo menos, lo más cruel con lo más sutil. Don
Francisco de Quevedo, el mayor sátiro de la lengua castellana, misántropo y
misógino a la vez que adorador de las mujeres, autor de una “Execración contra
los judíos” de un racismo radical, finalmente tozudo defensor de la ya pobre
hegemonía de la monarquía española en el mundo.
Estos
son los dos grandes personajes de esta noble e injuriosa historia española.
Y
ahora una par de breves muestras de la querella. Empieza el joven Quevedo, sin
pelos en la lengua ni modales en la pluma, contra el ilustre maestro imitando
su estilo en una sublime metáfora anal para terminar evocando su supuesta
homosexualidad:
Contra Don Luis de Góngora
Este cíclope, no
sicilïano,
Del microcosmo sí,
orbe postrero;
Esta antípoda faz,
cuyo hemisfero
Zona divide en
término italiano;
Este círculo vivo
en todo plano;
Este que, siendo
solamente cero,
Le multiplica y
parte por entero
Todo buen abaquista
veneciano;
El minóculo sí, mas
ciego vulto;
El resquicio
barbado de melenas;
Esta cima del vicio
y del insulto;
Éste, en quien hoy
los pedos son sirenas,
Éste es el culo, en
Góngora y en culto,
Que un bujarrón le
conociera apenas.
El
comentario de este soneto satírico sería largo[2].
Se trata de la metáfora del ano (presente en varias rimas) convertido en “Cíclope”
(también de un solo ojo) y en el último mundo (orbe) dividido en los dos
hemisferios de las nalgas. Es también el cero de las operaciones económicas de
los judíos venecianos, el monóculo en el ojo que es, sin embargo, ciego,
adornado todo ello con las sirenas caras al lenguaje clásico gongorino
transformadas en aromas anales, ridiculizando a su autor que es finalmente
tratado de homosexual (bujarrón). De más está decir que en aquella época y
lugar la condición de judío y de homosexual eran duramente castigadas tanto por
la ley como por la opinión popular.
Responde
ahora el maestro Góngora burlándose de la cojera y de la ceguera del joven candidato
a poeta pero también de sus pobres facultades de traductor (del griego Anacreonte), con una referencia al pasar al
ojo ciego:
Anacreonte español, no hay quien os tope,
Que no diga con mucha cortesía,
Que ya que vuestros pies son de elegía,
Que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope,
Que al de Belerofonte cada día
Sobre zuecos de cómica poesía
Se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
Dicen que quieren traducir al griego,
No habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
Porque a luz saque ciertos versos flojos,
Y entenderéis cualquier gregüesco luego.
Que no diga con mucha cortesía,
Que ya que vuestros pies son de elegía,
Que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope,
Que al de Belerofonte cada día
Sobre zuecos de cómica poesía
Se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
Dicen que quieren traducir al griego,
No habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
Porque a luz saque ciertos versos flojos,
Y entenderéis cualquier gregüesco luego.
Aquí
son los pies maltrechos de Quevedo el objeto de la sátira, los pies de su cojera
y también los pies de la métrica de sus versos que son de “elegía”, pero también
“de lejía”, es decir ásperos y de poca dulzura, toscos y poco cultos.
Estos
y algunos otros intercambios en el arte del insulto —es cierto, muchos más de
Quevedo a Góngora que a la recíproca— siguen alimentando en la actualidad ríos
de tinta en los críticos y comentaristas. Señalemos sólo que el propio Quevedo
contó con el placer dudoso de comprar la casa de su enemigo Góngora una vez
éste se vio arruinado por sus malas gestiones económicas y que no dudó en
escribirle incluso un cruel epitafio de este tono:
Este que en negra tumba, rodeado
de luces, yace muerto y condenado,
vendió el alma y el cuerpo por dinero
y aun muerto es garitero.
de luces, yace muerto y condenado,
vendió el alma y el cuerpo por dinero
y aun muerto es garitero.
(Garitero
es término despectivo para jugador).
Por
supuesto, la función de entretenimiento que tenía el humor burlesco en la
literatura del barroco y en el contexto cultural de la Corte española del siglo
XVII es uno de los argumentos para explicar este cruce arrasador de fuego de artificios
retóricos. Pero es fácil encontrar de inmediato en ellos los temas predilectos
en la cultura española a la hora de mostrar, hoy todavía, el odio más visceral
y personal que nadie duda que existía entre los dos grandes escritores: la
envidia y la corrupción, la homosexualidad y la misoginia, el judaísmo y el
antisemitismo, el provincianismo de las regiones, aquí la andaluza, frente al
centralismo de la villa y corte madrileña, la lucha entre generaciones que no
pueden reconocerse, entre el clero y la corte, entre el católico y el judío,
entre el desprecio de clase y el liberalismo. Son temas que vuelven una y otra
vez en la historia de España y algunos de ellos siguen encontrándose hoy mismo
en muchas disputas, como en los recientes debates de la última moción de
censura presentada hace sólo unos días al presidente del gobierno en el
Parlamento español.
Señalemos
para concluir la importancia que tuvo este momento mítico de la literatura
española, esta querella político-poética, para los poetas de la llamada
Generación del 27, la que agrupó a nombres tan significativos como Luís
Cernuda, José Bergamín, Federico García Lorca o Rafael Alberti. La fecha
fundacional de este movimiento político-poético, nacido pocos años antes del
estallido de la guerra española de 1936, es el 17 de Diciembre de 1927, fecha
de la conmemoración de los trescientos años de la muerte de Don Luís de Góngora
y Argote. El grito fundacional lanzado en la ciudad de Sevilla por esta prolífica
Generación de poetas, tan cruelmente diezmada después por el franquismo, no fue
otro que ¡Viva Don Luís!