Hace unos diez
años, en Junio de 2005, las encuestas más fiables indicaban que había en
Catalunya un 13,6 % de independentistas. Las últimas elecciones del 27 de
Septiembre, con una alta participación del 77% del censo, han dado el resultado
de al menos un 48,8 % de votantes de los dos partidos explícitamente
independentistas. Y hay que decir “al menos” porque, frente a un 39 %
claramente decidido a mantener el statu
quo en el Estado español, existe un 11 % que se ha declarado a favor de realizar
un referendo para modificarlo, sin explicitar todavía si estaría a favor o en
contra de constituir un estado independiente. Por otra parte, el resultado de
las elecciones ha compuesto por primera vez un Parlamento catalán con una
mayoría absoluta de escaños de los dos partidos independentistas, 72 de un
total de 135.
Las cifras pueden
parecer elocuentes pero son motivo de diversas interpretaciones, incluso
contradictorias: se puede ganar (en escaños) y perder a la vez (en número de
votos). Unos declaran una clara victoria independentista, otros insisten en su
fracaso. Muestran en todo caso que el número de independentistas casi se ha
cuadruplicado en esta última década.
¿Cómo se ha llegado
a esta situación, vista internacionalmente con tanta sorpresa como inquietud?
Señalemos algunos acontecimientos mayores que escanden este tiempo:
—Septiembre de
2005. El Parlamento catalán aprueba, con un 90% de votos a favor, la propuesta
de un nuevo Estatuto de Autonomía para una necesaria reinscripción de Catalunya
en el Estado español. El Presidente socialista Rodríguez Zapatero da su apoyo
unos meses después a un Estatuto aprobado por referendo y que hubiera podido
propiciar este nuevo encaje de Catalunya, federalismo mediante.
—Julio de 2006. El
Partido Popular (la derecha española) presenta un recurso contra el Nuevo Estatuto
ante el Tribunal Constitucional. Nadie duda hoy que de haberse realizado antes un
referendo por la independencia, pactado con el Estado español al estilo
escocés, el resultado habría sido a favor del no. Tanto la derecha como la
izquierda españolas dejan pasar el tema sin prestar atención a la tormenta que
podía avecinarse.
—Junio de 2010. Una
sentencia del Tribunal Constitucional declara inconstitucional el nuevo
Estatuto sin ofrecer alternativa. La respuesta no se hace esperar. Se produce
una manifestación masiva en Barcelona contra la sentencia: alrededor de un
millón de personas, una de las más multitudinarias de la democracia española.
—Septiembre de 2012.
Nueva manifestación, convocada ahora por entidades sociales soberanistas, todavía
mayor que la anterior y convocada con el lema “Marcha hacia la independencia”. Se
produce la negativa del Gobierno español a un nuevo Pacto fiscal y se convocan
elecciones en Catalunya para abrir un “proceso de autodeterminación”.
—Enero de 2013. El
Parlamento catalán aprueba por mayoría
absoluta una “Declaración de Soberanía”, lo que quiere decir la instauración de
un nuevo sujeto político que se enuncia como soberano. El Gobierno español
recurre la declaración y el Tribunal Constitucional la anula.
—Septiembre de
2013. Una cadena humana organizada por entidades independentistas recorre el
país de norte a sur con un millón y medio de participantes bajo el lema:
“Catalunya, nuevo estado de Europa”.
—Septiembre de
2014. Nueva gran manifestación el día de la fiesta nacional de Catalunya,
acompañada de una llamada a la desobediencia civil por parte de algunos
partidos. El Parlamento catalán aprueba una Ley de consultas que haga posible realizar
una consulta sobre la independencia, ley que será recurrida de inmediato por el
Gobierno español. Se produce un apoyo masivo de los municipios para una
consulta alternativa que se convoca para el 9 de Noviembre del año siguiente. A
estas alturas, se constata ya el bloqueo absoluto de un diálogo y de posibles
negociaciones entre el presidente catalán, Artur Mas, tenido por un aventurero,
y el presidente español, Mariano Rajoy, tenido por el presidente más pasivo de
la democracia española.
—9 de Noviembre de
2014. Se realiza igualmente la consulta, aun bajo amenaza de ilegalidad, con la
participación de más de dos millones de personas, con una doble pregunta. 1:
¿Quiere que Catalunya sea un Estado? 2: En caso afirmativo, ¿quiere que
Catalunya sea un estado independiente? La segunda opción obtiene el sí de más
del 80% del total de los votantes.
—Enero de 2015. El
Presidente catalán Artur Mas convoca unas elecciones llamadas “plebiscitarias”
a las que concurrirá con una lista unitaria de varios partidos y entidades
soberanistas, encabezada por un eurodiputado de izquierdas, Raül Romeva,
conocido por su activa labor en el Parlamento europeo.
—11 de Setiembre de
2015. Nueva manifestación masiva en las calles de Barcelona, esta vez bajo el
lema “Vía libre a la República catalana”. Hay que subrayar el carácter decididamente
republicano de la convocatoria.
—27 de Septiembre de
2015. Elecciones autonómicas y
“plebiscitarias” con una participación inédita y con los resultados mencionados
más arriba. Un ya maltrecho Mariano Rajoy convoca elecciones nacionales para el
mes de Diciembre. Otro maltrecho Artur Mas ve su presidencia pendiendo de un
hilo.
Cabe señalar dos
constantes durante todo este periodo: enroque de las posiciones en una incapacidad
de negociar por parte del Estado español, exigencia de un reconocimiento de
derecho de un nuevo sujeto soberano que existe ya de hecho en Catalunya. La
llamada “tercera vía”, que había sostenido hasta entonces la posibilidad de una
política catalana para vertebrar el Estado español, se ha mostrado una vez más
llevada al fracaso, tanto en las propuestas políticas como en las urnas. Aparecen
con fuerza, por otra parte, nuevos personajes en la escena política, como Podemos
o Ciudadanos, que deberán considerar la posibilidad de una “cuarta” o “quinta”
vía.
En esta coyuntura,
cuando la fallida negociación política se substituye por el recurso único y
constante a la legalidad, el resultado previsible es el reforzamiento de una
voluntad de ser que pide ser reconocida de manera creciente. En realidad, el
propio Gobierno español ha terminado por reconocer a este sujeto de hecho desde
el momento en que lo interpela como tal y lo toma como verdadero contrincante
político. Imposible ignorarlo ya.
Lo que algunos
vaticinaban como un suflé que se deshincharía por sí solo se ha convertido así en
una epidemia animada por un duro deseo de durar, una epidemia que se contagia a
ritmo exponencial y que nada indica que haya terminado aquí. En este punto, recordaré
lo que escribí en un artículo publicado hace ahora tres años en Lacan Quotidien nº 246 (26/10/2012): “Dans
cette perspective, il est clair qu’il nous faudra une trinité là où une
dualité ne permet pas de sortir de l’impasse. L’Europe ? Oui, peut-être.”
* * *
El conocido
filósofo español Fernando Savater publicó hace unos días en el periódico El País (26/09/2015) un breve artículo
con el título “Identidad”. Su hipótesis, tomando apoyo en los trabajos del
sociólogo Jean-Claude Kaufmann (“Identité, la bombe à retardement”), es que “el
núcleo de todo fervor identitario es religioso, aunque su orientación y
vocabulario sean laicos”. Es una hipótesis que podemos subscribir muy bien,
aunque el propio Kaufmann declare el punto débil de su argumento a la hora de sostener una identidad de sí mismo que no sea
a la vez una prisión, una nueva forma posible de segregación. En efecto, cuando
se trata de la afirmación de identidad de un sujeto soberano, hay siempre aquel
núcleo religioso de lo sagrado que es intocable a riesgo de hacerlo explotar.
Se trata finalmente de un modo de gozar irreductible a toda identificación. Definir
entonces una identidad por las raíces históricas, lingüísticas, incluso de
clase, implica siempre obliterar este núcleo religioso de lo sagrado. Pero, a
la vez, desestimarlo por religioso es también un modo de retardar su explosión.
Tenemos múltiples ejemplos de este fenómeno en la actualidad europea cuando se
ha desestimado el lugar que el núcleo religioso de lo sagrado tiene en la
afirmación de toda identidad. Cada afirmación de identidad recubre una falta de
ser, para retomar la expresión lacaniana, pero ninguna es equivalente ni
comparable a otra. Ahí, tanto las cuantificaciones como las jurisdicciones se
muestran insuficientes para dirimir la legitimidad de los diversos modos de gozar
y debe entrar en juego la lógica del discurso que conocemos bajo la forma
de la conversación.
En realidad, la
epidemia catalana no puede definirse ya por ninguno de los parámetros que han
definido las identidades nacionales desde el romanticismo hasta ahora. Atraviesa
hoy orígenes y lenguas diversas. No haberlo visto a tiempo ha sido tal vez el problema
que ha tendido en Catalunya Pablo Iglesias, el nuevo líder de la izquierda
española surgido de los movimientos de protesta ciudadana del 15M. En la fallida
estrategia de Podemos en estas últimas elecciones, había recurrido a los
“orígenes españoles” de muchos catalanes para hacer frente, o incluso para seducir,
al independentismo. Bastaba con ver las listas de apellidos de independistas
para entender que no se trataba de eso. Uno de los “nuevos” independentistas
que han tomado la escena desde la izquierda, Antonio Baños, puede jactarse por
ejemplo de ser un “auténtico catalán, es decir con los cuatro abuelos de fuera
de Catalunya”. La epidemia atraviesa también clases sociales distintas, desde
la izquierda más radical hasta la derecha más instalada en el poder. Y las
atraviesa hasta dividirlas en algunos casos, como se suele constatar a veces en
la queja de que el independentismo está fracturando la sociedad catalana y
española. En realidad, se trata de la irrupción de un nuevo sujeto político que
no se sabe dividido, que afirma su voluntad de ser allá donde han caído
identificaciones pasadas. Pero es un nuevo sujeto que no parece disponer
todavía de una clara estrategia ante los nuevos conflictos sociales surgidos en
la Europa actual. Así, otras hipótesis para explicar la irrupción de la
epidemia catalana subrayan, por el contrario, que su gran reforzamiento
coincide hoy con la debilidad de la identidad española, incluso con la
dificultad para dar consistencia a una identidad europea. No se trataría
entonces de un conflicto de identidades sino de la aparición de un nuevo sujeto
allí donde estas identidades están entrando en crisis.
En esta coyuntura, se
abren nuevas cuestiones como las que plantea por ejemplo Josep Maria Antentas
en un artículo publicado recientemente en la revista Jacobin, titulado “Exit Stage Left?”. Analizando las nuevas
correlaciones de fuerzas en el conjunto del Estado español, señala que el
creciente movimiento independentista en Catalunya tiene ante sí el reto de
incorporar las demandas, igualmente crecientes en la sociedad española y
europea, de una política anti-austeridad que haga frente a los recortes de las
prestaciones sociales que asolan a las clases populares. Por otra parte, la
izquierda española tiene ante sí el reto de configurar de manera plausible una articulación
de la voluntad de ser surgida con la epidemia catalana en una España tan poco
consistente como la que Ortega y Gasset encontraba en su época (cf. José Ortega
y Gasset, 1922: “La España invertebrada”). “Un proceso constituyente catalán no
es ni subsidiario ni dependiente del español, pero tampoco podría ignorar lo
que está ocurriendo en el conjunto del Estado. Por el contrario, una
articulación estratégica de las distintas soberanías puede ayudar a romper los
pilares del maltrecho marco político e institucional del postfranquismo”.[1]
Difícil tarea.
A su vez, la
cuestión no puede ya plantearse fuera del marco europeo que sigue estando
también en construcción sin llegar a conjurar todavía sus fragilidades de
manera convincente. Sólo en el marco de una Europa todavía invertebrada puede
plantearse hoy una soberanía que no quede empantanada en aquellas “nostalgias
de la humanidad” que Jacques Lacan puso a cuenta del siniestro ideal de “una
asimilación perfecta de la totalidad del ser”. Y lo hizo ya en 1938, en el marco de una
Europa convulsa que se debatía en el establecimiento de sus difíciles
fronteras. ¿No ha sido éste el drama de la Europa de las naciones? Es allí, sin
embargo, donde cada voluntad de ser debe saber sustraerse a la fascinación que
produce el “espejismo metafísico de la armonía universal, abismo místico de la
fusión afectiva, utopía social de una tutela totalitaria, todas ellas salidas
de la obsesión por el paraíso perdido anterior al nacimiento y de la más oscura
aspiración a la muerte.”[2]
¿Será la epidemia
catalana una apuesta decidida para escapar a este espejismo, —como sostienen amplios sectores que se
definen como soberanistas pero no nacionalistas—, o será finalmente su
materialización menos edificante, como parecen creer otros?
4 de Octubre de
2015