Alan Turing |
a J. V.
Seguir durmiendo era para Freud el más primordial de los deseos que el sueño intenta satisfacer en el sujeto*. Todo el gran montaje simbólico de representaciones oníricas, con sus condensaciones y sus desplazamientos, con sus metáforas y sus metonimias, toda la composición más o menos barroca e insensata del sueño, no tendría finalmente otro objetivo que mantener el equilibrio homeostático que el principio del placer debe proveer al aparato psíquico. Recordemos que Lacan hizo de este deseo de seguir durmiendo una suerte de ley fundamental en la posición del sujeto ante lo real: despertar del sueño, sí, cada mañana, pero sólo para seguir soñando en los brazos de la realidad. Tal vez toda construcción simbólica de saber no tenga entonces otro objetivo que el deseo de seguir durmiendo, de seguir evitando el encuentro con lo real que estaba ya rodeado en el ombligo del sueño, en su nudo con lo simbólico, un real sin embargo con el que el sujeto no dejará de desencontrarse en la realidad de su vida, la realidad de su síntoma.
El deseo de seguir
durmiendo fue así la primera expresión que me vino a la cabeza cuando me
propusieron tratar sobre el deseo del sujeto forcluido de la ciencia y sobre el
contrapunto que introduce el deseo del analista. Formulo así una hipótesis que
puede orientar una política del psicoanálisis ante un real para el siglo XXI:
el deseo de la ciencia de nuestro tiempo, como el deseo primordial del sueño,
no es otro finalmente que el deseo de seguir durmiendo ante lo real.
El deseo del analista
es, justo en su reverso, el deseo de despertar al sujeto de aquel sueño de la
razón que produce monstruos, para retomar la expresión de los Caprichos de Goya.
Así, Lacan puso esta pregunta en el centro de la experiencia analítica en relación
al campo de la ciencia: ¿Qué es el deseo del analista? “Esta pregunta,
—señalaba en su Seminario XI—, ¿puede quedar fuera de los límites de nuestro
campo, como en efecto pasa en las ciencias —las ciencias modernas de tipo más confirmado—
en las que nadie se pregunta nada respecto del deseo del físico, por ejemplo?”[1]
Podemos reformular entonces
la hipótesis: si la pregunta por el deseo del científico queda fuera de los
límites de su campo es porque su objetivo último es, como en el caso del sueño,
intentar reducir todo lo real a lo simbólico. De hecho, es así como podemos entender
el principio tantas veces evocado como argumento primero del método científico:
“medir todo lo que es medible y hacer medible aquello que no lo es”. El empeño de reducir todo lo real a lo
simbólico —especialmente a través de la cuantificación evaluadora y de la
ideología cientificista— lleva sin embargo a una paradoja que no debe escapar
al psicoanalista. La paradoja es que cuanto más se intenta reducir lo real a lo
simbólico, más se ignora lo que hay de real en lo simbólico mismo, y más se enmudece
a la vez al sujeto como respuesta a ese real. Hay, en efecto, un real en lo simbólico del
lenguaje: es lo que con Lacan llamamos lalengua,
escrito todo junto, el depósito de equívocos que atraviesa al ser que habla, ese
real del goce sobre el que elucubramos con el lenguaje.
Permítanme tomar un
ejemplo a modo de paradigma sobre la cuestión del deseo del científico y de la
posición que el analista debe tomar con respecto a la exclusión del primero del campo de la ciencia.
Se trata del caso Alan
Turing, el lógico matemático fundador de las ciencias computacionales que durante
la Segunda Guerra Mundial hizo posible el desciframiento de los códigos de la
máquina Enigma, revelando así la estrategia
de la Wehrmacht
alemana y haciendo posible
su derrota. Fue además el creador de la famosa Máquina de Turing, máquina
hipotética, concepto que subyace en todo intento de reducir el pensamiento y el
saber a un proceso mecánico, como un saber inscrito en lo real, ya sea en el
nivel genético o en el neuronal.
La Máquina de Turing es
de hecho un ideal de reducción del sujeto a lo simbólico de un pensamiento
automático, de una cognición siempre objetivable, tratable y modificable como
si se tratara de un mecanismo inscrito en lo real del ser que habla. Recordemos
al respecto la observación de Lacan en su Seminario “Aún”: que una máquina
piense, es algo que podemos aceptar, pero que llegue a saber algo, ¿quién puede
afirmarlo?[2]
Digámoslo de otra forma: las máquinas tal vez piensan, pero el verdadero
problema es que no lo saben. Porque sólo se adquiere un saber en la medida en
que hay un goce en la adquisición de ese saber. Y es en este punto donde no hay
posible reducción de lo real del goce por lo simbólico.
La terrible paradoja de
Alan Turing es que él mismo fue tratado como un sujeto reducido al aparato
simbólico de una Máquina de Turing. Es sabido cómo, a partir de las denuncias
por su elección y práctica homosexual, fue sometido a un tratamiento hormonal para
la modificación de su conducta, tratamiento que tuvo que aceptar ante la
alternativa de la llamada “castración química”. Todo ello no fue ajeno al hecho
de que Alan Turing se diera muerte comiendo una manzana envenenada con cianuro.
Poco antes, había descrito
irónicamente a un amigo su drama subjetivo en un silogismo que podría ser
tratado, a su vez, como un proceso mecánico y que dice así:
Turing cree que las máquinas piensan
Turing se acuesta con hombres
Luego las máquinas no piensan
Turing juega de hecho con
el término “acostarse” que en lengua inglesa, —to lie— significa también mentir. El silogismo evoca así de paso la
paradoja del mentiroso y la suposición de un pensamiento en la medida en que una
máquina, como un sujeto, pudiera mentir. ¿Puede mentir una máquina? La pregunta
sigue sin respuesta pero basta con creerlo para que sea cierto.
Y es que desde la
manzana de Newton hasta la manzana de Turing, hay un pedazo que falta, una
falta que indica el lugar del sujeto del deseo en la ciencia. Es también el símbolo
de la manzana con su pedazo de real faltante que seguramente muchos de ustedes
llevan ahora mismo en su bolsillo. Una leyenda urbana interpreta así la
insignia de Apple como un guiño a la huella indeleble de Alan Turing en la
ciencia contemporánea.
El escritor David
Leavitt ha reconstruido este episodio en el libro titulado precisamente “Alan
Turing, el hombre que sabía
demasiado”. Es de interés su observación sobre el acto final del sujeto Alan
Turing una vez se vio reducido a ser tratado como un objeto-máquina por el
cientificismo de su época. Era conocido su gusto por el ambiente gótico y
fantasmagórico del mundo Disney y especialmente por la película Blancanieves. Leavitt subraya que en
todas las páginas que se han escrito sobre este “momento Turing” en la historia
de la ciencia “nadie ha mencionado aún lo que [le] parece más obvio: en el
cuento, la manzana que muerde Blancanieves no la mata; sólo la deja dormida
hasta que el príncipe la despierta con un beso”[3].
El sujeto Alan Turing
tratado como una Máquina de Turing sería entonces el sujeto que sigue durmiendo
en la ciencia de nuestro tiempo, a la espera de despertar de su pesadilla. El
fantasma del Otro que vendrá a despertarlo bajo la infantil figura del príncipe
no es el más nocivo por ingenuo. Es mucho peor el fantasma que sostiene la
alianza actual entre el cientificismo y el discurso del amo cuando supone
arreglar las cuentas con el sujeto de la forma que hemos visto este pasado mes
de diciembre, cuando el Parlamento británico ha decidido otorgar a Alan Turing,
sesenta y cinco años después, el “perdón legal” por su “delitos”, redoblando
así la imperdonable ignominia de la primera condena. La Máquina de Turing sigue
intentando contabilizar de este modo el goce imposible de localizar en su sujeto
supuesto pensante. La pesadilla sigue, sigue ante un real que no cesa de no escribirse en el sujeto excluido de la ciencia de nuestro
tiempo.
Pues bien, digamos que
hay un deseo Turing durmiendo en cada intento de la ciencia de reducir al
sujeto a una máquina de aprender, a una máquina de respuestas medibles y
calculables. Es la reducción que se anuncia también en la clínica que vendrá después
del ya tan criticado DSM y que será de modo manifiesto una clínica sin
palabras, guiada sólo por los llamados “marcadores biológicos”, donde el
lenguaje resulta finalmente un molesto equívoco innecesario para tratar el
malestar del síntoma. Sólo que en su reverso, lo real del lenguaje insiste en
volver de forma irreductible desde el ombligo de lo simbólico.
El deseo del analista,
a diferencia del deseo del científico cuando sueña reducir lo real a lo
simbólico, está así justo en el reverso del discurso del Amo. Es el deseo de
reducir al Otro simbólico a su real, para retomar la expresión de Jacques-Alain
Miller en la intervención que presentó el tema de este Congreso.
Esto querrá decir, cada
vez, despertar al sujeto de la ciencia, al sujeto que según Lacan no se
distinguía del que trata el psicoanálisis, despertarlo de su pesadilla frente a
lo real del lenguaje en el que se funda como su respuesta más singular e
irrepetible.
O bien siempre podrá parecer
más saludable que Alan Turing siga durmiendo.
* Intervención en el IX Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, Un real para el siglo XXI, el 14 de Abril de 2014.
[1] Lacan, J., El Seminario
11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, Bs. As.,
2010, p. 17.
[2] Lacan, J., El
Seminario 20, Aún, Paidós, Buenos Aires 1981, p. 117.
[3] Leavitt, D., Alan
Turing. El hombre que sabía demasiado. Antoni Bosch Editor, Barcelona 2006,
p. 260.