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28 de juny 2009

“Principio de incertidumbre”, un nombre del superyó*








Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre. (RBA, Barcelona 2009).


Seguramente la mejor manera de presentar una novela con este título sería hablar de ella sin conocer su final, especialmente cuando el relato sigue las leyes del suspense de la novela negra. La incertidumbre estaría así asegurada desde el lugar mismo de enunciación de quien la presenta, una incertidumbre que debería transmitirse tal cual al futuro lector. Pero no es este el caso. A la novela de nuestro estimado colega y amigo Gustavo Dessal no le ocurre como a aquella otra evocada por Macedonio Fernández en la que el lector se había ido hacía rato y la novela seguía y seguía y el lector ya no estaba ahí para leerla. No, les aseguro que “Principio de incertidumbre” atrapa de tal modo al lector que debe leerla necesariamente sin poder dejarla hasta el final… final que, por supuesto, no sería de recibo desvelar aquí.

Para presentarla como conviene, les diré pues que conozco el final de la novela pero también que no cuál es su final. Y espero que la incertidumbre que genere esta afirmación, entre conocer y saber, se mantenga hasta el final de mi intervención.

Podemos hablar, eso sí, de su “principio” que también produce una incertidumbre, la incertidumbre del sujeto post-humano, por decirlo así. Sabemos lo importante que es el principio de una novela, su primera frase, su primera escena. Hay famosas primeras frases de novelas, y a veces es lo único que se conoce de ellas. Después del título, que es el álgebra del texto, la primera frase es el teorema que debe estar bien desarrollado a lo largo de las páginas que siguen.

Cada capítulo se inicia de un modo que nos deja en la incertidumbre de quién narra, de quién habla, hasta al cabo de un rato. Debemos esperar unas cuantas frases en cada capítulo para saber de qué se trata en lo que se escribe. Es un recurso narrativo que Gustavo Dessal maneja de un modo tan efectivo, que parece que empecemos una novela en cada capítulo, en una incertidumbre permanente pero ofrecida a pequeñas dosis.

La novela nos sitúa de entrada en un lugar de enunciación marcado por la ironía, en el mundo y la realidad del espectáculo permanente, en el goce del reality show en el que hoy se nos pide vivir. Y mantiene así la incertidumbre de este sujeto desde el principio hasta el final, con la reescritura de una misma escena, -la que abre el relato, la famosa “Noche del cerdo”- cambiando su tiempo y su sujeto. Diez años cambian el sentido de una misma escena. Diez días también pueden bastar. En realidad, basta con contar hasta diez para que ese misterio del sentido penetre en el tejido que llamamos realidad. Y se produce otra ironía: lo que en un momento nos puede escandalizar, un tiempo después puede pasar por un juego de niños, tan inocentes como perversos en su relación con la muerte y con la sexualidad. De hecho, “detrás” de la escena inicial de la “Noche del cerdo”, con su tinte de obscenidad tan actual, hay otra, la de un cuadro enigmático que pone en escena el goce maligno de la infancia, de la violencia de la infancia ejercida sobre la infancia misma. Se trata del cuadro de un tal Anton Van Boek, con la imagen de un niño con los ojos vendados, objeto de una inexplicable crueldad y sujeto de una profunda ignorancia, en un no saber nada del goce que lo habita (p. 223). Es una suerte de escena fundamental, al estilo de la que el texto de Freud “Pegan a un niño” interpretó en la estructura masoquista del fantasma. Ese es el cuadro, Los niños malos, cambiante él mismo, que se pinta y se despinta con el tiempo, y que cambió la vida del protagonista de la novela, Mark.

Desde el principio se nos presenta así la división del sujeto post-humano ante el imperativo de goce que lo corroe, un imperativo que el psicoanálisis nos enseña a leer como el imperativo del superyó. Es un imperativo que divide al sujeto entre lo interior y lo exterior, entre la escena obscena del televisor dentro de su casa y el timbre de la puerta de alguien que llama a horas intempestivas:

“Al decidirme por fin a abrir, temeroso, con esa nerviosa prevención que nos embarga cuando nuestra intimidad se siente amenazada por el mundo exterior…”

Se trata de la división del sujeto que el psicoanálisis nos enseña a tratar en su incertidumbre fundamental ante la muerte y la sexualidad, los dos temas eternos alrededor de los cuales gira todo relato que se precie. Y hay, en efecto, varias posibilidades de tratamiento según el tercer término que haga trío con ellos: la comedia, la tragedia o el drama. Woody Allen decía “comedy is tragedy plus time”: comedia es tragedia más tiempo. El problema es cómo manejar este tiempo, el tiempo de la transferencia en la experiencia analítica, el tiempo de la sesión, el tiempo del análisis, y el tiempo mismo del relato. Gustavo Dessal lo maneja de forma admirable. Hay un tempo de la narración y de las voces distintas que la componen para introducir al lector en el registro de la comedia de los sexos que evitan siempre lo mismo: lo real de la sexualidad y de la muerte.

Creo que, desde esta perspectiva, podemos decir que “Principio de incertidumbre” es una novela que trata sobre el superyó post-humano. Y lo hace poniendo en acto una de las figuras tránsfugas del superyó indicadas por Freud, la del humor. Este superyó está de hecho anunciado en la cita de las Epístolas de Horacio que hace de exordio a la novela: “El culpable es el espíritu, que nunca huye de sí mismo”. En efecto, el sujeto no puede huir de esa parte de sí mismo que encarna el imperativo del goce del superyó. Y el humor de Gustavo Dessal transforma este imperativo en una buena novela.

(Diré entre paréntesis que no todos los que conocen a Gustavo Dessal saben que es un excelente contador de chistes.)


Cinismo e ironía

Frente al goce y a su imperativo encarnado por la voz del superyó hay, es cierto, al menos dos posiciones posibles, la del cinismo y la de la ironía. No es que todo sea apariencia en esta realidad que se nos presenta hoy como reality show, no todo es “semblante”, como dice nos quiere hacer creer el discurso cínico contemporáneo. Lo que ocurre es que cada vez es más difícil aislar lo real de la apariencia, dar a la apariencia lo que es de la apariencia y a lo real lo que es de lo real.

Mark, el personaje de la novela, no niega la condición de cínico que los otros pueden atribuirle con razón. (p. 64):

“Ya sé que todo el mundo me toma por un cínico, y no niego serlo, pero de tanto en tanto me gusta recordar que hubo un tiempo en que era diferente, una existencia anterior en la que de mi boca salían palabras que no estaban dañadas por el salitre del rencor y la rabia. O acaso me engaño, y he sido siempre un hombre envenenado por su mala fortuna”.

Y sí, el cínico se engaña con el fantasma según el cual todo sería posible en el mundo de las apariencias y los “semblantes”.

Pero esa no es “la voz del relato” – para retomar esa expresión de Jacques Lacan a propósito de “El arrebato de Lol V. Stein” de Marguerite Duras – esa no es la voz de “Principio de incertidumbre”. La voz del relato es más irónica que cínica, juega con la apariencia para decirnos que la verdad tiene estructura de ficción pero que esta verdad no autoriza al sujeto a responder al imperativo de goce con un “todo vale”. Y es desde esta ironía que nos ofrece una muy precisa descripción de las paradojas del goce y de la ley del superyó que habita en la voz interior de Mark. Les cito un párrafo, en la página 65, donde se da una preciosa descripción clínica de esta voz del superyó:

“Me acuerdo de su voz, una voz increíble para ser la de un policía, una voz de pájaro desafinado, no sé como pudieron admitirlo. Mientras me hablaba lo imaginaba gritando ‘¡tiren sus armas!’ a un grupo de terroristas, y a los tipos explotando de risa al escuchar unos cloqueos de vieja, te lo juro, él me hablaba de Melinda y yo no podía concentrarme en lo que me decía, porque estaba pendiente de sus cacareos. De acuerdo, no quería aceptar lo que oía, pero no puedes hacerte una idea de cómo sonaba  esa voz. Al final, no tuve más remedio que abrir la oreja y dejar que el mensaje me llegara al cerebro, donde causó una devastación instantánea y convirtió mi mente en esa montaña de escombros que cada día barro de un lado a otro. Es una buena descripción de mi ocupación cotidiana: barro los escombros, los acomodo en un costado de la cabeza, pero se vuelven a desparramar, y entonces tengo que acomodarlos de nuevo, y así día tras día, o casi, porque a veces estoy tan cansado que los dejo por medio, ocupándolo todo. Soy una variante posmoderna de Sísifo, conozco mi castigo y mi culpa. Pero los derechos constitucionales me otorgan un permiso de vez en cuando, a lo sumo un par de días, y vuelta a empezar, echar los escombros a un lado y hacer como que se vive”.

Excelente descripción de los estragos producidos por la voz del superyó en el sujeto de nuestro tiempo. Tal vez, entonces, “Principio de incertidumbre” sea un buen nombre para la voz del superyó: funciona como un imperativo, manda, ordena un goce, pero deja al  sujeto en la más absoluta indeterminación e incertidumbre sobre el objeto de ese goce. - ¡Sí, goza! – le dice al sujeto. - Pero ¿de qué? – responde éste.


La relación de incertidumbre y el goce

No estará de más recordar aquí que el Principio de Incertidumbre fue enunciado por el físico alemán Karl Werner Heisenberg en 1927. Es un principio fundamental de la física cuántica según el cual no se puede determinar, simultáneamente y con precisión, la posición y el momento lineal (la cantidad de movimiento) de un objeto dado. En otras palabras, cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición de una partícula, menos se conoce su cantidad de movimiento lineal. Según este principio, sería imposible determinar por ejemplo la trayectoria de un electrón. Como consecuencia del Principio de Incertidumbre se abandonó la noción de órbita ya que ello significaba dar posiciones definidas del electrón y estados de energía igualmente definidos. Sería mejor, como se señala a veces, hablar de una “relación de incertidumbre”.

Pues bien, exactamente aquel mismo año 1927, a no muchos kilómetros de distancia, Sigmund Freud escribía su excelente texto sobre “El humor”, que es también un artículo sobre otra “relación de incertidumbre”, la del sujeto neurótico, que se manifiesta en el superyó. En realidad, el verdadero principio de incertidumbre es la relación de incertidumbre entre los sexos, ese principio que Jacques Lacan enunció con su famoso “no hay relación sexual”: cuanto más creamos definir qué es un hombre, qué es una mujer, menos precisión habrá para definir su relación. O también: cuanto más se ordena el goce, supuestamente con la mejor de las intenciones hedonistas, menos se sabe de qué se goza en realidad. Esto es lo que dice el superyó al sujeto: ¡Goza, pero a condición de que no sepas! “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, decía Lacan en su Seminario Encore.

En ese mismo texto, Freud habla del superyó transmutado en humor como esa voz que le dice al condenado a muerte al levantarse el lunes por la mañana, momento en que va directo a la horca: “bonita manera de empezar la semana”. Pues hay una frase parecida en la novela de Gustavo Dessal (vean la página 101), aunque en una escena inversa en cierto modo:“Ronald empleó las últimas fuerzas del día en desnudarse y meterse en la cama. Cuando estaba a punto de dormirse, cayó en la cuenta de que no se había lavado los dientes. ‘Un día de estos voy a morir con mal aliento’, se dijo, mientras su conciencia se disponía a desmayarse durante seis horas”. Es en esta transmutación del feroz superyó en la figura del humor y la ironía, donde el sujeto encuentra un apaciguamiento de su sufrimiento y una forma de producir algo nuevo en su principio o relación de indeterminación con el goce.

Hay otra “relación de indeterminación”, la del sujeto con su propio inconsciente, ese texto escrito del que ignora qué quiere decir.

Otra página muy interesante de la novela de Gustavo Dessal pone en escena esa relación encarnada en una pareja que se hace escribir sus nombres en chino por una mujer china (en las páginas 112 y 113):

“ … Me gustaría saber si aquí pone mi nombre o no. - ¿Qué más da - Tienes razón, qué más da. Y no volvieron a hablar hasta media hora después, sentados junto a unas jarras de cerveza [Ha hecho falta un tiempo también para que ese hecho cobre una significación y pida ser leído como un enigma]. - Esto demuestra algo muy interesante – dijo Ronald -. Qué cosa nos parece más esencial que nuestro nombre, y sin embargo, cuando lo reducimos a esto, a un trazo, unos cuantos giros de pincel, lo vemos convertido en nada. No puedo saber si éste es mi nombre o no lo es, aunque pongamos por caso que lo fuese. Ya no puedo leerlo, y por lo tanto es indiferente que estos signos me represente. [Pero no, no es indiferente, y es ahí donde habrá que pasar del cinismo a la ironía]. - Es peor que eso –arguyó Mina-, porque te representan sin que tú puedas comprender lo que pone. De algún modo estos cartones son el reflejo de nuestra propia vida, conoces tu nombre pero en el fondo no puedes saber qué es lo que dice. [Conocer no es saber, aunque el knowledge anglosajón de las ciencias cognitivas se confunda en este punto, con consecuencias más bien nefastas.] - Es divertido – replicó McEwan al cabo de un rato. Imagina que la mujer ha puesto aquí la palabra ‘mátame’. Un buen día nos vamos de viaje a China y alguien nos pregunta cómo nos llamamos. Entonces, de pronto nos acordamos de que llevamos en el equipaje el cartón con nuestro nombre. ‘Espere un momento, ya vuelvo, vamos a buscar el cartón y se lo enseñamos al chino’. El tipo lo lee, saca una pistola y nos pega un tiro. Fin de la historia”.

Es un fin posible de la historia del inconsciente en su encuentro con la pulsión de muerte. Pero es una historia de la que nunca sabemos el final: he ahí el principio de incertidumbre.

El cinismo en la relación del sujeto con el texto de su inconsciente se resuelve en un feroz: “eso no tiene nada que ver conmigo”. La ironía es saber avanzar en esta historia pensando: mira que si pone ‘mátame”. Y hay siempre una parte de verdad: desde el momento en que me nombran, que entro en lo simbólico del lenguaje, soy un ser tocado por la muerte, un “ser para la muerte”, por el hecho de ser también un ser sexuado, es decir, prometido al malentendido entre los sexos, al “no hay relación sexual”.

La novela de Gustavo Dessal nos propone precisamente otro final para el principio de incertidumbre que el de la mujer china o el del cinismo contemporáneo, un final al que nos conduce con la sabiduría y el buen humor de la ironía, un final que les invito no sólo a conocer sino sobre todo a saber y a saborear.


* Intervención el 17 de junio de 2009 en Laie Llibreria Cafè, en la presentación del libro de Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre, RBA, Barcelona 2009, junto a Lázaro Covadlo, escritor, el autor, y Joan Ramon Lairisa, director de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona.

03 de juny 2009

Algunas observaciones acerca del “semblante”












Es un hecho que el término “semblante” ha llegado a formar parte de nuestro vocabulario lacaniano como traducción del semblant francés. Lo hemos adoptado como propio, también en castellano, a falta de haber encontrado una traducción mejor. No deberíamos, sin embargo, dejar de señalar cierto uso neológico que esta adopción supone en nuestra lengua. No hacerlo reduplicaría tal vez el equívoco, pensando que “hacemos semblante” de decir lo mismo en cada lengua, cosa por otra parte imposible si atendemos al título del libro de Umberto Eco (1) sobre lo real con el que trata la traducción: se trata de Decir casi lo mismo, admitiendo que hay algo que no cesa de no escribirse en el paso de una lengua a otra.

I

Al introducir su curso “De la naturaleza de los semblantes” (2), Jacques-Alain Miller empezaba haciendo un recorrido del término semblant en la lengua francesa, recorrido necesario para entender la torsión que Lacan da a la extensión de su uso en el psicoanálisis. Una consulta a los diccionarios de la lengua castellana nos indica que sólo en su uso antiguo o en expresiones muy concretas el “semblante” castellano llegaría a decir casi lo mismo que el semblant francés. Por lo general, el término “semblante” designa hoy la cara o el rostro de la persona, referencia que, siguiendo al Petit Robert, no encontramos en ninguna de las acepciones de semblant (3). Si bien el Diccionario de la Real Academia incluye una cuarta y última acepción de “semblante” como “apariencia”, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner deja de incluirla para circunscribir su uso actual al de la cara o el rostro de la persona, y sólo figuradamente toma el sentido específico de “aspecto favorable o desfavorable que presenta un asunto”.  El tan preciso Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico de Joan Corominas y José A. Pascual nos indica los vericuetos que ha seguido el término en su historia. Antiguamente, desde el siglo XIII hasta el XV por lo menos, se usaba el término “semblar” como “parecer” y, más comúnmente, el participio activo “semblante” con la acepción de “parecido”, como “apariencia de algo”. En el mejor de los casos, podríamos recuperar esta acepción. Pero el uso viró muy pronto hacia el sentido de “rostro, aspecto de la cara” del ser que habla, y sólo en el ser que habla, para quedar circunscrito a ellos. La parte fue tomada por el todo, - lo que la retórica llama propiamente metonimia -, y el “semblante” como “el parecido” de algo o de alguien vino a quedar restringido a su rostro. Por este mismo desplazamiento, el “semblante” dejó de aplicarse a las cosas para retener sólo el alma de la persona (4). Ya en el siglo XVII, momento del barroco al que siempre habrá que volver para entender algo del semblant, la acepción del término “semblante” siguió fijada como “rostro”, tal como nos indica el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (hecho en 1611): “el modo en que mostramos en el rostro alegría o tristeza, saña, temor o otro cualquier accidente, latine vultus a similitudine, porque semeja en el rostro lo que uno tiene en el coraçón”. Y es la acepción que permanecerá en castellano como la más usada hasta la actualidad.

De estas referencias resulta, pues, difícil extraer un uso del “semblante” cercano al faire semblant, al être du semblant, o al que resulta de la oposición entre el faux-semblant y el vrai-semblant. En castellano, expresiones como “hacer semblante de” o “ser semblante” no tendrían sentido alguno desde la perspectiva del lingüista, a no ser que sean considerados como neologismos de uso, ya sea que sucedan a pequeña o a gran escala. Pero este puede ser precisamente todo su interés. La opción de trasladar el semblant por la “apariencia”, por el “hacer parecer” o incluso por el “parecer ser” no resultaría ahora más fácil. Con la importación del “semblante” se trata, pues, de una suerte de mutación en la lengua  que nos indica, en realidad, la pasta de la que está hecha la propia lengua: meaning is use.  Tal vez algún día los diccionarios del castellano se hagan eco de ella e incluyan una acepción lacaniana de “semblante” como un efecto de verdad del discurso del psicoanálisis en la lengua. Vayan estas observaciones como un ejercicio para situar este nuevo “semblante”.

 

II

Es de señalar que aquel artesano del hacer parecer en el barroco español que fue Baltasar Gracián no usara en toda su obra el término “semblante” más que con el acepción de “rostro”. Lacan calificó al escritor aragonés de “estrella de primera magnitud en el cielo de la cultura europea” (5), y se refiere también a él en el Seminario XVIII aconsejando su lectura (6). Vale la pena repasar un par de referencias donde el término queda forzado más allá de su reducción a lo imaginario del semejante para evocar así lo simbólico del semblant, aunque, bien es cierto, invocando también la vertiente más real de la letra:

- “Yo diría que, a pocas palabras, buen entendedor. Y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma, sobrescrito del corazón” (7).  El semblante, el rostro, es aquí la puerta de entrada a los secretos del alma, pero también es por ello sobrescritura – palimpsesto que borra un texto con otro - de las pasiones del corazón.

- “El apasionado siempre habla con otro lenguaje diferente de lo que las cosas son: habla en él la pasión, no la razón; y cada uno según su afecto o su humor, y todos muy lejos de la verdad. Sepa descifrar un semblante y deletrear el alma en los señales; conozca al que siempre ríe por falto y al que nunca por falso…” (8). El semblante designa también aquí el rostro, - seguimos en la referencia a lo imaginario del semejante -, pero es también un mensaje cifrado que hay que deletrear en sus señales. 

Y es que Baltasar Gracián intuyó la llegada del discurso de la ciencia y de los nuevos semblantes que habitan la naturaleza, desde la constelación de estrellas hasta el trueno evocado por Lacan como uno de los nombres del padre. Cuando despliegue en su obra todo su arte del hacer parecer – es en este punto donde podemos aprender algo del semblant como categoría (9) – encontraremos momentos tan sugerentes como el siguiente: “No ser tenido por hombre de artificio, aunque no se puede ya vivir sin él. Antes prudente que astuto. Es agradable a todos la lisura en el trato, pero no a todos por su casa. La sinceridad no dé en el extremo de simplicidad, ni la sagacidad, de astucia. Sea antes venerado por sabio, que temido por reflejo. Los sinceros son amados, pero engañados. El mayor artificio sea encubrir lo que se tiene por engaño…” (10). Se trata de una suerte de artificio elevado a la segunda potencia que deja de serlo en la primera en la medida que hace de la verdad, precisamente, un “hacer parecer”, en un uso singular de la apariencia, del semblante como un lugar del discurso. Es aquí donde cabe distinguir muy bien la identificación con el significante amo del uso de la apariencia, del parecer ser o del semblante. 

Esta misma circunstancia daría pie para desvanecer otro artificio en el uso implícito que a veces se da a este término: el del semblante como engaño, como fingimiento o como mentira. La propia referencia de Lacan a la verdad como un semblante – a la verdad, pero, ¡cuidado!, no a sus efectos - pone en cuestión este uso del término. La crítica a los discursos que harían de todo un semblante no escapa, en realidad, a la paradoja de considerar una verdad más allá del semblante. Sin duda, el espíritu del barroco nos ayudará en este punto a “brujulear” – el término se usaba entonces para eso - de la buena manera con el semblante.

Pero lo que queda en cuestión es finalmente la idea, sostenida por la aproximación lingüística al sentido y al goce, de que habría un referente preciso del término “semblante”. Y es precisamente a propósito del semblant y del referente que Lacan manifestará pasar de la lingüística, en la misma medida en que se sirve de ella,  indicando que “el referente nunca es el bueno, y eso es lo que hace un lenguaje” (11).  Desde esta perspectiva, toda designación es metafórica  y el referente real queda como un vacío, como imposible de designar.

No se trata tanto entonces de faire semblant, expresión que en francés se acerca al “hacer comedia”, sino de alojarse, de estar en la categoría del semblant como lugar inherente al discurso. En el uso lacaniano del término, como recordaba nuestro colega Patrick Monribot recientemente en Barcelona, no se trata tanto del “hacer como si”, del fingir o del engañar escondiendo la verdad, sino del être dans le semblant, y desde ahí hacerse pasar por lo que, en realidad, se es.

 

 

Notas

(1) Umberto Eco, Dire quasi la stessa cosa. Esperienze di traduzioni, Bompiani 2003. Traducción al castellano, Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción, Lumen 2008.

(2) Jacques-Alain Miller, Curso de 1991-92, De la naturaleza de los semblantes, Paidós, Buenos Aires 2002.

(3) Igualmente parece suceder en portugués, donde “semblante” tiene el sentido prevalente de “fisionomia, rosto, face”. En italiano, el “sembiante” parece más cercano al “aspetto, apparenza”, aunque guarda su primer sentido de “sembianza, volto”. En inglés, parece que lo más juicioso ha sido dejar el término en francés y no verterlo al “semblance”. Ver Russell Grigg, “The Concept of Semblant in Lacan's Teaching”, Lacanian Ink. Aunque el propio Russell Grigg indica una buena contingencia en la lengua inglesa: “Foolish men mistake transitory semblance for eternal fact” (Thomas Carlyle). También existe la expresión “a semblance of truth” para expresar lo verosímil.

(4) Este último uso restringido del “semblante” como “rostro” fue de hecho tomado del catalán – donde existen semblar y semblant –, lengua en la que el término siguió manteniendo, si  embargo, la acepción antigua.

(5) Jacques Lacan, “La cosa freudiana”, en Escritos, Siglo XXI, México 1984, p. 389.

(6) “Alguien del que habría que ocuparse un día es por ejemplo Baltasar Gracián, que era un eminente jesuita  que escribió cosas de las más inteligentes que se puedan escribir”. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVIII, “D’un discours qui ne serait pas du semblant”, du Seuil, Paris 2006, p. 36. Traducción  al castellano, Seminario 18, “De un discurso que no fuera del semblante”, Paidós, Buenos Aires 2009, p. 35.

(7) Baltasar Gracián, “El discreto”, Obras Completas II, Turner, Madrid 1993, p. 123.

(8) Baltasar Gracián, “Oráculo manual y arte de prudencia”, Obras completas II, p. 294.

(9) Una interesante Jornada de trabajo impulsada por Jacques-Alain Miller en Febrero de 1992 reunió una serie de intervenciones sobre el tema publicadas en castellano con el título de “Arte del Hacer Parecer. Clínica del Semblante”, Fascículos de Psicoanálisis, Ediciones Eolia, Barcelona 1992.

(10) Baltasar Gracián, op. cit. p. 275.

(11) Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVIII, “D’un discours qui ne serait pas du semblant”, du Seuil, Paris 2006, p. 148.