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18 de setembre 2017

La bella alma del intelectual

G. W. F. Hegel















La bella alma, aquella figura hegeliana que se queja del desorden que ella misma promueve, es el pan de cada día de la política. La bella alma no es de hecho una política, es una estrategia que suele someter la política a la inhibición del acto, tanto a derecha como a izquierda. Hay que llamar entonces a la responsabilidad de cada sujeto, del sujeto que es consecuencia de sus actos y no el que les atribuye siempre buenas intenciones, para hacerlo hablar y escucharlo de manera analítica. Cuando el político alude a sus siempre buenas intenciones hay  que recordarle lo siguiente: uno sólo es responsable en la medida de su saber hacer —afirmación de Jacques Lacan que debería ser brújula de toda conversación política que quiera ser consecuente con sus actos—. Es la ética de las consecuencias en contra de la ética de las intenciones. De cada uno, según la responsabilidad que su cargo exige. A cada uno, según las consecuencias de su acto, el de su saber hacer. Sin duda, hoy parece este un ideal muy alto para medir con él no solo la acción del político sino la elección política que supone también cada opinión pública, la del periodista, la de cada ciudadano, la del llamado intelectual, ya sea el de derechas como el de izquierdas. Y también la del psicoanalista, convocado como cualquier otro a tomar partido… él sin partidismos. Difícil elección cuando la política es más bien la de los partidos y no la de cada político tomado, uno por uno, como sujeto de su acto. Los partidos, pero también los medios de comunicación, tienden necesariamente a borrar las consecuencias del acto político singular de cada sujeto, y ello por la propia inercia de los intereses de unos y otros.

Viene a cuento esta introducción para comentar una posición que vengo escuchando estas semanas en la opinión pública a propósito del “síntoma Catalunya”, posición sostenida por algunos grupos de intelectuales y que leo hoy también en un artículo del siempre bienvenido Jordi Évole: “Llegados a este punto, ¿es legítimo ser crítico con la reacción del Estado y, con la misma legitimidad, estar en desacuerdo con la convocatoria de este referéndum? Yo creo que sí. Y les puedo asegurar que así están unos cuantos, la mayoría callados. Van con cuidado porque a medida que se acerca la fecha, más posicionados se les exige estar. Y las medias tintas no valen.” (El Periódico, 18/09/2017). La “reacción del Estado” es estos días de una clara y explícita represión de las instancias políticas catalanas, de los medios de comunicación afines al soberanismo y al referéndum, represión paso a paso de cualquier libertad de pensamiento que las defienda. Reacción represora mesurada según la coyuntura pero es una represión que ha recordado de inmediato la de los peores tiempos del franquismo y que es ya obvio que no se detendrá ante nada si nadie le hace frente de manera decidida. La “convocatoria del referéndum”, defendida por una amplia mayoría de la población catalana, es en efecto decidida pero ni puede ni quiere disponer de los mismos medios represores para defenderse.

Llegados a este punto hay que decir: no, no es legítimo poner en pie de igualdad las dos posiciones en una apariencia de equidistancia —bendita “equidistancia”— democrática. Como tampoco es legítimo atribuir a la supuesta mayoría silenciosa una posición homogénea que habría que interrogar, uno por uno, en su responsabilidad de ciudadano. El silencio es equívoco y siempre es utilizado por el que se cree el amo de las palabras: puede ser el silencio del temeroso pero también el del cómplice con la represión desatada por el poder. Así, la bella alma se cree siempre amo de su silencio antes que siervo de sus palabras… hasta que habla. Y sí, en este punto las medias tintas no valen porque también escriben, aunque sea a medias y de manera inhibida, la necesaria decisión del acto político.

De modo que poner en pie de igualdad la represión más burda y la reivindicación del referéndum, por muy en desacuerdo que se esté con la una o con la otra, o con las dos a la vez, es hoy tan peligroso e inconsecuente como lo fue poner en pie de igualdad posiciones políticas radicalmente heterogéneas en la política francesa este mismo año. Recordemos la “desdemonización” de Marine Le Pen, inercia a la que se vio llevada la opinión pública francesa y que casi permitió al Front National llevarse por delante los fundamentos de la República francesa. Varios intelectuales alzados a la categoría de personalidades, tanto de derechas como de izquierdas, se vieron atrapados en esta posición de apariencia democrática al dar a Marine Le Pen y a su posición claramente racista y xenófoba un lugar en pie de igualdad —democracia obliga—  con los otros representantes de partidos políticos. Hubo que salir decididamente a desenmascarar la estrategia del lobo con piel de cordero para denunciar claramente el mayor peligro que supone el fascismo escondido en el discurso lepenista. Y ello aunque fuera votando por la derecha, la única que podía hacerle frente de manera viable en aquel momento.

El error de buena fe puede ser aquí imperdonable: en España, el discurso xenófobo y racista, el franquismo más apolillado pero igualmente vivo todavía, está agazapado marcando la política en la propia derecha democrática. La ceguera de la bella alma puede encontrarse alimentando así al peor de los amos dándole un lugar desde su supuesta equidistancia entre partidos, sin atender al sujeto del político que antepone la estrategia a su posición de sujeto responsable de su saber hacer y que puede llevarse el gato al agua sin contemplaciones.

A la bella alma hegeliana habrá que pedirle siempre responsabilidades por su saber hacer, por las consecuencias de su acto, incluso cuando no las sabe o no las hace saber de manera explícita.