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16 de novembre 2009

Soledades II










La soledad aparece, en primer lugar, como un sentimiento, con todo lo que tiene de un sentido compartido, de algo reconocible por el otro, del sentir que corresponde a un afecto, pero sobre todo con lo que ese senti-miento tiene de un “-miento”. La soledad como sentimiento siempre miente un poco sobre la verdadera pareja del sujeto, esa pareja que le acompaña inevitablemente como su sombra, o mejor, que le acompaña bajo la sombra de su imagen narcisista. Cuando alguien nos habla, en un tono más o menos quejoso, de su soledad sabemos que no hay que creerle mucho, que en realidad se está confrontando a lo insoportable de lo que le es más cercano, a lo insoportable de su verdadera pareja.

Es en este sentido que he propuesto distinguir el sentimiento de soledad del “estar a solas”. Siempre se está a solas con algo (con un libro, con uno mismo, hasta con Dios), pero no necesariamente con alguien.

Tal vez la experiencia analítica sea la experiencia más verdadera de estar a solas con… ¿con qué, precisamente? El “a solas” introduce una presencia irreductible, que no pude negativizarse, esa presencia que la enseñanza de Lacan escribe con el objeto a y que es finalmente, una vez despojado de todas las identificaciones narcisistas, el lugar en el que el sujeto puede, si quiere, reconocer a su verdadera pareja.

Tampoco hay que creer mucho al psicoanalista cuando piensa hablar de su soledad. No parece una excepción en este punto y todo depende, en realidad, del uso que haga de ella. Es una soledad enigmática para unos, apreciada por otros, cultivada incluso por algunos más como su bien más preciado e indiscutible.

Freud pensaba, en efecto, que todo grupo humano funcionaba según aquella imagen, acuñada por Schopenhauer, del grupo de puercoespines que se acercaban unos a otros en el crudo día invernal cuando sentían frío pero que debían alejarse de repente cuando se herían unos a otros con sus púas al acercarse demasiado. Y así se pasaban el tiempo sin poder acercarse ni separarse del todo. Podían quejarse sin duda de su soledad, pero en realidad era de la soledad de no poder estar a solas con sus propias púas. Schopenhauer pensaba que la solución estaba en encontrar la buena distancia entre los puercoespines para establecer un vínculo social soportable entre ellos. Encontrar la buena distancia con el objeto fue, por otra parte, el objetivo analítico de una corriente sabiamente criticada por Lacan en los años cincuenta, la así llamada corriente de “la relación de objeto”. El problema es, precisamente, que no hay relación posible con el objeto, no hay relación que pueda escribirse de manera recíproca para fundar esa buena distancia entre unos y otros, esa buena distancia que sería el ideal de comunidad. Así, la comunidad parecería condenada o bien a quejarse o bien a satisfacerse en la soledad de sus miembros.

Una Escuela debería ser otra cosa que una imposible comunidad al estilo de la que pensaba Schopenhauer y el propio Freud. Debería ser el lugar donde se elabora la experiencia singular que supone hacerse analista en un estar a solas. Hacer creer al sujeto, aunque sea por un momento, que no será de este “a solas” del que extraerá el objeto que lo acompaña sin saberlo, hacer creer al sujeto que no será en este “a solas” como podrá autorizarse frente a otros en su deseo de analista una vez extraído este objeto, es una creencia que tiene un precio muy alto para el psicoanálisis. Es el precio de su dilución en las diversas formas del discurso del Amo que hace sentir al sujeto, no sólo que él es único – lo que de hecho es siempre la condición del sujeto dividido por el inconsciente - sino también y sobre todo que él es el único. Creerse el único es, en realidad, la mejor manera de no saberse solo, de no consentir al “estar a solas”. Y es precisamente sobre la distinción entre el único (en francés, le seul) y el solo (seul) que traducimos por el “a solas” que Lacan hace pivotar la relación del analista con el acto analítico en dos densas páginas de su discurso a la EFP de 1967: “no hay, - escribe ahí -, homosemia entre el único (le seul) y solo (seul)”. Y es para poder disponer de una relación con esta otra soledad, con este “a solas” en el que se sostiene el acto analítico, que el sujeto que se forma en el análisis debe encontrar el lugar donde alojarla. Es un lugar donde no habrían unos únicos – función que el propio Lacan llamó “las Suficiencias” en su crítica de la comunidad analítica de los años cincuenta – sino sujetos a solas en su relación con la causa analítica.

La Escuela de Lacan, la Escuela como sujeto del que intentamos hacer la experiencia, es de este orden. En efecto, como ha recordado Santiago Castellanos en “La Vanguardia de Valencia” nº 6, fue renunciando a la soledad, a la soledad del único, como Lacan fundó su Escuela en 1964. Al lado de la famosa frase del Acto de Fundación: “Solo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica…”, hay que leer entonces la de 1967: “Mi soledad, es precisamente a eso que renuncié al fundar la Escuela”. La lectura de las dos páginas que constituyen el contexto de estas dos frases nos llevarían un tiempo, pero me parecen cruciales para distinguir las diversas soledades en el analista y para ver su articulación, muy precisamente, en el paso del analizante al analista que abordamos en la experiencia del pase.

El deseo del analista, es de esto, no lo olvidemos, de lo que se trata en el pase del analizante al analista. En este paso, es cierto, uno está solas con lo que ha llegado a ser su objeto, cuando el Otro que no existe ya para calmar la soledad del sujeto, se ha reducido a este objeto que es su verdadera pareja en el estar a solas. Es con ello que el deseo del analista sabe y debe operar en la experiencia.

Por mi parte, les diré que finalmente no encontré nada mejor para hacer presente esta función del deseo del analista en mi experiencia que… una página en blanco. Algunos saben el destino que esto tuvo en la comunidad analítica. ¿Quieren ustedes algo más solo, y a la vez algo menos único, que una página en blanco? Una página en banco es lo que permite que algo deje de no escribirse para alguien que tenga a bien hacerla servir (hacerla servir para el acto con el que se relaciona, para el acto analítico).

A la vez, una página en blanco no tiene nada de único, es de hecho como muchas otras, es en realidad la que más se parece a muchas otras. Cuando entra en la serie (se la llama entonces, en el mundo de la edición del libro, “página de cortesía”) sirve para que las otras sean legibles. Es cierto, por otra parte, que para hacer presente una página en blanco a veces hay que decir, escribir también, muchas cosas. Y el problema puede llegar cuando uno quiere escribir algo en ella para definirla como un universal. Se suele incurrir en una paradoja imperdonable, al estilo de ese mensaje que encontrarán en algunos libros impresos o también en Internet, This page intentionally left blank (“Esta página se ha dejado en blanco de forma intencionada”). No es fácil hacer aparecer, en efecto, aquello que no cesa de no escribirse en el decir y que cumple la función de orientar al sujeto en lo real.

Pero el analista es decididamente el que soporta hacer presente en nuestro mundo esta página en blanco del inconsciente real para que algo deje de no escribirse en el inconsciente transferencial de cada sujeto. Diré incluso, para concluir, que es de la posibilidad, siempre contingente, de esta operación que depende el futuro del psicoanálisis.


*Intervención en las Octavas Jornadas de la ELP, Valencia 14-15 de Noviembre de 2009.

10 de novembre 2009

Lenguaje e infinito
















Llegamos de nuevo, una vez más, al laberinto del lenguaje. De hecho, nunca salimos de él pensando que estábamos entrando desde su exterior improbable.
Alguien me ha planteado entonces la pregunta sobre si el lenguaje es finito o infinito.
El diccionario nos
dice - es un decir - que hay un número finito de palabras en cada lengua. Pero, en realidad, siempre pueden crearse neologismos, nuevas palabras como hicieron, por ejemplo, James Joyce, Lewis Carroll, o como hace la propia Ciencia a cada paso. Algunos de estos neologismos tienen el honor de entrar algún día en el tesoro de la lengua que es el diccionario. Pero además, siempre podremos agregar una palabra más a una frase determinada. Así, pues, en el lenguaje parece tratarse inevitablemente de un infinito, siempre (n+1).
De hecho, el lenguaje se nos presenta ya como un infinito potencial hecho a partir de unidades discretas, de los así llamados significantes. Y siempre podemos agregar un nuevo significante a la cadena.
Entonces: ¿El lenguaje es el infinito? Prefiero las paradojas de esta perspectiva a las de la otra, aparentemente más materialista, cuando dice - es otro decir -: el lenguaje es insuficiente para abarcar y representar el infinito que ya estaba ahí, esperando a ser representado. (Esta versión me parece, en cualquier caso, invevitablemente más religiosa que la anterior).

Si nos dirigimos ahora a esta creación maravillosa del lenguaje que son los números, nos encontramos de hecho con una versión depurada del infinito del lenguaje. El lógico Georg Cantor hizo con este problema una verdadera invención de un nuevo significante, el del número transfinito llamado alef cero.
Los números matematizan, en efecto, este infinito del lenguaje. Hay quien sostiene, por ejemplo, que la serie resultante de traducir el Quijote en Base 2, asignando una serie de ceros y unos a cada letra del abecedario, está incluida en algún momento en la serie de decimales del número pi. El problema, por supuesto, es que hay que esperar a que la máquina dedicada permanentemente a escribir estos decimales... ¡cese de no escribir esa serie! Todo el Quijote traducido a Base 2 estaría así escrito alguna vez en el número pi. Y no sólo el Quijote sino también los Principia Mathematica de Whitehead y Russell, y las Obras Completas de Poe, y las de Sigmund Freud, y las de Jacques Lacan (que no eran completas, por consistentes…), y aún las que todavía no se han escrito… (por incompletas que son).
No, una vez iniciada la cuenta del significante no hay ya posibilidad de salir de la paradoja de lo finito y lo infinito
en el lenguaje.
Y aún hay algo peor - es un decir - si seguimos en el laberinto de lenguaje: una misma palabra, una misma frase, un mismo discurso, repetidos en momentos distintos tienen sentidos también distintos. Como en el cuento de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote, en este infinito potencial que es el lenguaje no hacemos otra cosa que repetir en algún momento lo mismo para decir siempre algo distinto.

Alguien más me ha planteado entonces la pregunta de si una máquina, - un conjunto debidamente ordenado de algoritmos - podrá algún día escribir realmente un poema con sentido sin reproducirlo o componerlo por medio de una combinatoria de otros ya escritos anteriormente.
Por mi parte, me limitaré a decir - es también un decir - que ninguna máquina podrá escribir nunca el Quijote de Pierre Menard… para decir algo distinto.